domingo, 10 de febrero de 2019

La alegría


Se dice, con excesiva superficialidad, que la juventud lleva en sí la alegría. Quizá porque se piensa que lo que lo origina es la irresponsabilidad, o la euforia que una salud perfecta produce, o el natural optimismo de quien tiene la vida por delante, y es capaz de comerse el mundo antes de que el mundo se lo coma a él. Sin embargo, conozco pocos jóvenes alegres, en general, conozco muy poca gente alegre. Como si la sociedad protectora que inventamos, y las ciudades aliadas  que nos acogen, amortiguasen nuestro impulso hacia la jocundidad. Porque la vida, el simple y mortal hecho de vivir, es precisamente a la alegría a lo que invita antes que a cualquier otra cosa.

No me refiero a la alegría orgiástica de los griegos, en que los dioses y los hombres danzaban juntos la gran danza de Pan desenfrenados. Ni, al contrario, a la alegría ascética y fantasmal del cristianismo antipagano, que cerró a los gozosos adornos de este mundo para fijarla en la visión beatífica del otro. Ni a la alegría libertina, desencadenada del temor al pecado. Ni mucho menos, a la burguesa de quienes, conseguidos los anhelados bienes materiales, se satisfacen con ellos. Ni tampoco me refiero a la de los perseguidores de utopías colectivas, los revolucionarios que aspiran a una unidad humana que todo lo comparta: esta alegría es aplazada y sólo genera un orgulloso contento por el deber cumplido. Me refiero a la alegría a la que todos hemos sido convocados, y que es, por tanto, previa: más sencilla y más complicada al tiempo que cualquiera de las enumeradas.

Es posible que haya unos seres más propensos a ella, seres que no nacen taciturnos y cabizbajos. Pero tampoco la alegría es identificable con el entusiasmo, ni con la graciosa extroversión, ni con el afán por la fiesta y por la risa. La risa concretamente es una manifestación no siempre auténtica, y no siempre alegre. Ni tampoco es identificable con el placer, confundirla con él sería como confundir a Dios con un humilde cura rural sin desbastar, o como confundir el sentido del humor, que ha de teñirlo todo, con un chiste  que provoca la carcajada más elemental e inevitable. La alegría no tiene por que ser irreflexiva, ni pedestre, ni patrimonio de los simples… Es otra cosa, quizás es siempre otra cosa además, lo mismo que el amor…

Se trata de algo perfectamente compatible con la sombra de los pesares y con el conocimiento del dolor y de la muerte, cualquier sombra resalta la luz y los contornos de un paisaje. La alegría, contra lo que pudiera pensarse, no es un sentimiento pueril o desentendido, ha de ser positiva, incluso emprendedora de la carrera que lleva a sí misma o a su resurrección. Aunque fracase en ello. Porque si la alegría no lo es a pesar de todo, no lo es de veras. Frente a la tristeza, un sentimiento débil y grisáceo y que mancha, ella es un detergente que blanquea y que fortifica. Consiste en un estado de ánimo, que puede perderse y también recuperarse, que es anterior y posterior a la pena, y que el más sabio lo hará también coincidente con la pena…”Las penas hay que saber llevarlas con alegría”

Y es que la alegría, en realidad, es la base y el soporte de todo, la palestra en que todo tiene lugar, y en la que nosotros luchamos vencemos o nos vencen. De ahí que debamos aspirar a una alegría no ruidosa, no efímera, no tornadiza, sino serena y consciente de sí misma. No podemos permitir, antes la muerte, que alguien nos la perturbe, y menos aún que nos la arrebate.  Ella es la principal acompañante de la vida, su heraldo y su adiós, su  profecía y su memoria. No hay nada para mí que resulte más atractivo: ni la inteligencia siquiera, ni la belleza. Porque el alegre es ecuánime y mesurado. Todo pasa por el tamiz de su virtud y lo matiza con ella. Con ella, que representa la aceptación de un orden vital en principio incomprensible, la aliada más profunda de cualquier actividad que colabore a favor de la vida, la superviviente de catástrofes y clataclismos, y de la maldad humana, y de las depredaciones. Es el más dulce fruto de la razón, la prerrogativa inconfundible del hombre, la mejor fusión del sentimiento y de la mente de la zona más alta del ángel y de la más baja del animal, el resumen perfecto. Por nada de este mundo ni del otro debe perderla quien la tiene, ni dejar de recuperarla quien la haya perdido.


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