domingo, 17 de marzo de 2019

Un día más


Qué necesitamos para convertir en inconfundible un día; para hacerlo destacado y distinto de los otros, que se apilan en la niebla común de nuestra vida? ¿Que sea el primero, o el último? ¿Que se consagren en él el amor o la dicha inolvidable?

 Un día tras otros esperamos que suceda algo grande; algo que señale con piedra blanca y decisiva una fecha; algo que subraye con un círculo fosforescente una cifra de nuestro mediocre calendario. Sin embargo, lo más grande que nos sucede y nos sucederá es la vida. Sobre ella, como sobre una mesa transparente, depositamos objetos, posesiones, sentimientos, anhelos: cosas bellas o feas, pero cosas al fin. Sin la mesa, todo sería añicos. En la vida, el camino vale más que la posada. Todavía más: el camino es la posada. Pero nosotros nos esforzamos en conducir la vida, en comprimirla, en trocearla, en sacarle partido, el nuestro, tan pequeño, tan distante del suyo (desconocido y probablemente misterioso y sencillo lo mismo que el verano). Nosotros procuramos transformar la vida en instrumento, cuando ella es lo absoluto: ella es su propio fin, no un medio nuestro. Porque no somos protagonistas, sino unos inquilinos en precario, continuamente a dos dedos del desahucio.

 El falso concepto del deber nos atribula la existencia y nos la empequeñece. Queremos engrandecernos con él, y lo que conseguimos es todo lo contrario. De ahí el secreto atractivo que sobre los severos ejercen las ovejas negras, la extraña simpatía que suscitan los balas perdidas, esos seres que tachamos de vividores, entre la envidia y el desdén, porque a ojos vista cumplen su más alta misión: la de estar vivos a costa de cualquier sacrificio, suyo o lo de los demás. ¿Quién no ha experimentado, en un día cualquiera, la incógnita satisfacción del deber incumplido, de la entrega con los ojos cerrados y desmemoriados a la vida desnuda? Si somos una gota de rocío sobre una brizna de hierba, ¿por qué abandonarnos a la mañana azul, que nos sostiene a la vez que nos consume? Porque cada rocío y cada hierba son tan irrepetibles como la golondrina que dejamos de ver. Somos nosotros quienes nos empeñamos en confundirnos e igualarnos; en confundir e igualar nuestros días, en desvivirlos y anonadarlos.

 Los buenos días perdidos en la espera de un improbable día majestuoso, que acaba por no llegar, o por llegar demasiado tarde, ay, cuando nos habíamos quedado adormecidos por la monotonía.

Desde hace siglos se nos está advirtiendo: carpe diem, se nos está invitando a exprimir hasta el límite el escaso limón de nuestra vida. A cada día le basta con su propio afán, proclama el evangelio, y es su mejor mensaje. Vemos un hormiguero como una oscura y confusa sucesión de hormigas, abrumadas bajo su carga, todas idénticas, todas inexplicables, todas mudas. Sin embargo, cada una tiene su misión y su compromiso, su fatiga y su ansia, su instante y su tarea. Pero nosotros nada comprendemos. Y bastaría fijarse bien, observar de más cerca, no dejarse engañar. Así los días. Cada vida, por mínima que sea, ¿quién designa y quién nombra los tamaños?, es trascendente. Sin ella, la naturaleza no sería como es, ni estaría completa. Si cualquier ser es una gota de rocío que dura lo que dura la noche; si una gota de rocío no es nada apenas en mitad de la noche, ¿no es verdad asimismo que inextinguiblemente la noche se repetirá, y el rocío y la hierba, pero nunca esta noche precisa, ni este rocío, ni esta pequeña brizna?.

 Porque la vida es la que hace ser día, y noche a cada noche, y no se acaba nunca. Porque lo que una vez sucede para siempre, y todo lo que existe murió ya alguna vez, y lo que una vez ha muerto no volverá a morir.



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