sábado, 8 de junio de 2013
Perdón, perdón, perdón
Desafortunadamente, la idea del perdón lleva mucho tiempo envenenada. El perdón constituye, junto con la promesa, uno de esos gestos que mejor define la condición humana. Perdonar tiene algo, en sus orígenes, de rechazo a la fatalidad de lo ocurrido. Cuando decimos "lo pasado, pasado", estamos afirmando no sólo que del pasado lo único que podemos hacer es irnos olvidando, puesto que no hay forma de que vuelva, sino también que es la realidad más sólida, más firme, más inalterable que podamos concebir, como viene expresando en el viejo refrán popular "el pasado puede más que Dios". Así las cosas, perdonar tiene algo de rechazo, de enfrentamiento a la dictadura del pasado, a su aparente irreversibilidad. Es como si el que perdona le dijera al mundo: "Esperad un momento, que sobre este asunto todavía me queda algo por hacer".
Eso es lo que le queda por hacer al que perdona pertenece a un orden específico. Por decirlo con las palabras que utiliza Javier Sábada en su libro El perdón, en el gesto de perdonar se expresa la soberanía del yo, que, en su plena autonomía se enfrenta a otro yo. De hecho, cuando empezamos a ejercitarnos en la práctica del perdón, una de las primeras cosas que no suele sorprender es la incomprensión ajena. Pero, ¿cómo has podido perdonar semejante cosa?, se nos suele decir. En tales momentos empezamos a ver la diferencia de perspectivas: esas terceras personas nos plantean su recriminación desde un punto de vista (por ejemplo, el de algún legítimo derecho que nos asitia y al que estamos renunciando) que poco o nada tiene que ver con la naturaleza del perdonar.
Y es que el perdón fundamentalmente significa, utilizando la definición de Butler, la supresión del resentimiento. Perdonar por tanto, no equivale a olvidar (por más que tantas veces se equiparen ambos términos) ni a absolver. El perdonado no se torna inocente tras el perdón. Puede quedar, si ello está en manos de la víctima, eximido del castigo, pero ello no resulta forzoso. Quien perdona no renuncia a la memoria, sino al odio (tal vez como señalaba Arendt, se perdona a la persona, no lo que ha hecho). S desprende de esto que, si con alguna virtud tiene que ver la facultad de perdonar, es con la misericordia, aunque también mantenga un parentesco cercano con la generosidad (que es la virtud del don). Ninguna de las dos es innata: ambas se alcanzan básicamente a través del conocimiento, tanto de los otros como de uno mismo... (...)
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