jueves, 21 de febrero de 2019

Almas gemelas


Llevaban siglos reencarnándose juntos. Hubo vidas en las que él fue el padre y ella la hija. Otras en las que ella fue el marido y él la esposa. Incluso hubo una vez de infausta memoria en la que fueron hermanos siameses.

Lo importante es que siempre habían estado juntos.

En aquella vida algo salió mal. Él era lama tibetano y ella pastora en Anatolia. Desde niña ella sintió que algo le faltaba y cuando ese anhelo desconocido se hacía demasiado apremiante, salía de la cabaña y se sentaba en una roca mirando hacia el oriente y sólo eso la calmaba un poco.

A los quince años la casaron con otro pastor de un pueblo vecino y ella pensó que el matrimonio borraría esa insatisfacción que tenía desde niña, pero la insatisfacción no hizo más que crecer. Era como una voz interior que le dijera a todas horas que en otra parte existía otra vida.

Su marido no era mala persona y aceptaba que le habían casado con una mujer un poco peculiar. La dejaba con sus manías. Ordeñaba bien, no miraba a otros hombres y se podía comer lo que cocinaba. Peores mujeres hay en el mundo.

Una noche de otoño ella sintió crecer el anhelo por ese algo desconocido. Era como una bola en su estómago que le impidiera respirar. “Salgo un momento fuera”, le dijo a su marido.

–¿A estas horas?

–Me ha parecido oír un ruido. Tal vez un lobo esté acechando a las ovejas.

–Bueno, pero no tardes. Tengo ganas de cenar.

La luna llena brillaba en el cielo. Echó a andar hasta las dos rocas graníticas que marcaban el borde del prado. El viento ululaba y la llamaba por su nombre. Cuando hubo llegado donde las rocas le pareció que lo más natural era seguir andando.

Pasaron cuarenta años. Ahora hablaba tibetano, sabía ordeñar yaks, conocía varios ritos tántricos, su cabello estaba blanco y ya no sentía ningún anhelo. Entró en la cabaña. Su marido estaba sentado a la mesa.

–Has tardado bastante.

–La noche estaba tan agradable que me olvidé del tiempo. Me puse a andar y me alejé demasiado.

–Está bien. ¿Podrías preparar la cena? Tengo hambre.


domingo, 17 de febrero de 2019

Imagíname...


Dibuja mi nombre en el vidrio mojado por la lluvia,        
traza mi rastro en el espejo empañado del baño,
delinea mi nombre en un pedazo de papel en blanco.
Proyecta el camino de mis brazos al abrazarte,
esboza la ruta tierna de mis manos en tu nuca,
perfila el roce de mi mejilla desde tu mentón,
Idéame un espacio en tu mirada ausente,
créame un espacio perenne en tu cama,
imagíname presente y silenciosa, aunque la distancia me desdibuje.



jueves, 14 de febrero de 2019

La mala racha


”Mientras dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no sé si será mal ojo de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me vaya la vida en alguna distracción.”




https://www.youtube.com/watch?v=Sy5BQ2nj8L0



Recuérdame


Recuérdame…, aunque sea en un rincón y a escondidas.

lunes, 11 de febrero de 2019

El fantasma de la monja


Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o una invención producto de las mentes de aquél siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomó patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y blasones. 
Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardines de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa nocturna, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo. 
Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado. 
Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.
Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construido en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.
Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.


Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje. 
A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana. 
–Nada  podéis hacer si ella me ama - dijo cínicamente el tal Arrutia -, pues el corazón de vuestra hermana hace tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.
Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Reloj y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento.

Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen montón de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.
Cuéntase que el mestizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia. 
Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.


Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón. 
Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila. 


Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente. 
Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo. 
Se lanzó hacia abajo.... Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.


Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.
El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso. 
Sin embargo, un mes después, una de las novicias vio la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.
Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.
El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruida y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.





domingo, 10 de febrero de 2019

La alegría


Se dice, con excesiva superficialidad, que la juventud lleva en sí la alegría. Quizá porque se piensa que lo que lo origina es la irresponsabilidad, o la euforia que una salud perfecta produce, o el natural optimismo de quien tiene la vida por delante, y es capaz de comerse el mundo antes de que el mundo se lo coma a él. Sin embargo, conozco pocos jóvenes alegres, en general, conozco muy poca gente alegre. Como si la sociedad protectora que inventamos, y las ciudades aliadas  que nos acogen, amortiguasen nuestro impulso hacia la jocundidad. Porque la vida, el simple y mortal hecho de vivir, es precisamente a la alegría a lo que invita antes que a cualquier otra cosa.

No me refiero a la alegría orgiástica de los griegos, en que los dioses y los hombres danzaban juntos la gran danza de Pan desenfrenados. Ni, al contrario, a la alegría ascética y fantasmal del cristianismo antipagano, que cerró a los gozosos adornos de este mundo para fijarla en la visión beatífica del otro. Ni a la alegría libertina, desencadenada del temor al pecado. Ni mucho menos, a la burguesa de quienes, conseguidos los anhelados bienes materiales, se satisfacen con ellos. Ni tampoco me refiero a la de los perseguidores de utopías colectivas, los revolucionarios que aspiran a una unidad humana que todo lo comparta: esta alegría es aplazada y sólo genera un orgulloso contento por el deber cumplido. Me refiero a la alegría a la que todos hemos sido convocados, y que es, por tanto, previa: más sencilla y más complicada al tiempo que cualquiera de las enumeradas.

Es posible que haya unos seres más propensos a ella, seres que no nacen taciturnos y cabizbajos. Pero tampoco la alegría es identificable con el entusiasmo, ni con la graciosa extroversión, ni con el afán por la fiesta y por la risa. La risa concretamente es una manifestación no siempre auténtica, y no siempre alegre. Ni tampoco es identificable con el placer, confundirla con él sería como confundir a Dios con un humilde cura rural sin desbastar, o como confundir el sentido del humor, que ha de teñirlo todo, con un chiste  que provoca la carcajada más elemental e inevitable. La alegría no tiene por que ser irreflexiva, ni pedestre, ni patrimonio de los simples… Es otra cosa, quizás es siempre otra cosa además, lo mismo que el amor…

Se trata de algo perfectamente compatible con la sombra de los pesares y con el conocimiento del dolor y de la muerte, cualquier sombra resalta la luz y los contornos de un paisaje. La alegría, contra lo que pudiera pensarse, no es un sentimiento pueril o desentendido, ha de ser positiva, incluso emprendedora de la carrera que lleva a sí misma o a su resurrección. Aunque fracase en ello. Porque si la alegría no lo es a pesar de todo, no lo es de veras. Frente a la tristeza, un sentimiento débil y grisáceo y que mancha, ella es un detergente que blanquea y que fortifica. Consiste en un estado de ánimo, que puede perderse y también recuperarse, que es anterior y posterior a la pena, y que el más sabio lo hará también coincidente con la pena…”Las penas hay que saber llevarlas con alegría”

Y es que la alegría, en realidad, es la base y el soporte de todo, la palestra en que todo tiene lugar, y en la que nosotros luchamos vencemos o nos vencen. De ahí que debamos aspirar a una alegría no ruidosa, no efímera, no tornadiza, sino serena y consciente de sí misma. No podemos permitir, antes la muerte, que alguien nos la perturbe, y menos aún que nos la arrebate.  Ella es la principal acompañante de la vida, su heraldo y su adiós, su  profecía y su memoria. No hay nada para mí que resulte más atractivo: ni la inteligencia siquiera, ni la belleza. Porque el alegre es ecuánime y mesurado. Todo pasa por el tamiz de su virtud y lo matiza con ella. Con ella, que representa la aceptación de un orden vital en principio incomprensible, la aliada más profunda de cualquier actividad que colabore a favor de la vida, la superviviente de catástrofes y clataclismos, y de la maldad humana, y de las depredaciones. Es el más dulce fruto de la razón, la prerrogativa inconfundible del hombre, la mejor fusión del sentimiento y de la mente de la zona más alta del ángel y de la más baja del animal, el resumen perfecto. Por nada de este mundo ni del otro debe perderla quien la tiene, ni dejar de recuperarla quien la haya perdido.