lunes, 28 de diciembre de 2009

Escribir por regla

Hoy no escribo en ordenador, sino a mano. Hoy no estoy sentada en mi habitación, sino en un jardín de un país lejano. Hoy estoy en el rato peor del día de mi regla; soy puro dolor de ovarios, útero inflamado...y la revista cierra. Todas las mujeres tenemos la regla montones de años. Unas no se enteran, pero la mayoría sabe de qué hablo. De que el cuerpo pida un estiramiento, un reposo, un respiro. El mundo no se para por un dolor de regla ni por un embarazo, ni por un síndrome premenstrual por gordo que sea. Así, las camareras y las ministras y las secretarias y las dependientas y las estudiantes y las maestras y las señoras de la limpieza y las amas de casa y las periodistas siguen dando el callo, forradas de analgésicos si les duele antes o durante la regla, o forradas de lo que sea si tienen depresión, retención de líquidos, tensión mamaria, nervios de punta y lágrima pronta en los días previos.

Hoy estoy convencida de que lo particularmente femenino condiciona lo que escribo, porque afecta a lo que siento. Se escribe desde tan adentro que todos los flujos internos deben estar en juego. Y no es sólo el ciclo menstrual lo que nos diferencia. Muchas mujeres necesitan imitar a los hombres porque ellos son su listón, su barra de medir lo bueno. Y se ponen de los nervios si alguien sospecha en ellas una tendencia femenina.

Muchos hombres, a la vez, pretenden que la literatura de las mujeres es inferior, precisamente, por sus matices propios, a la masculina. Pero hoy, que no puedo estirarme cuando más me duele, a mí no me la pegan. Que no nos digan, por favor, que la escritura no se altera.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Bidibi-babi-dibú

Acompáñenme, por favor. Vamos a situarnos en una escena de la Cenicienta, la película de Walt Disney. Cenicienta llora desconsoladamente en un jardín porque las pedorras de sus hermanastras le han destrozado el vestido con el que pensaba ir al baile de Palacio... De pronto aparece el hada madrina más insólita y divertida de la historia de la imaginación: sobrada de kilos, ancianilla, despistadísima y jovial. Y para “desfacer” todos los entuertos que tienen a Cenicienta completamente depre, el hada madrina entona un encantamiento surrealista a tope... Yo creo que aún no había mudado de dientes cuando vi la película por primera vez y, sin embargo, jamás he olvidado la letra de aquella tonadilla tan pirada como pegadiza: “Machicabula, caramandula. Bidibi-babi-dibú/ yo hago milagros con esta canción/Bidibi-babi-dibú”... Y ¡chas!, luego viene lo de la calabaza convertida en carroza, los zapatitos de cristal, Cenicienta-encuentra Príncipe y todo lo demás que nos sabemos de memoria.

Cuando el año, cualquier año y cualquiera que sea la edad que tengamos, llega a estas alturas de la Navidad, pasan un montón de cosas. Quizá las más importante y honda, para miles de millones de personas, es que celebramos el misterio insondable del Nacimiento del Hijo de Dios. Y digo “celebramos” sin agarrarme a la palabra como tópico, sino como realidad de gratitud, esperanza y cosquillas de alegría en el alma.

Pasa también que hasta los más incrédulos sacan una cierta fe de donde pensaban que ya nada existía. Y creen de nuevo, aunque sea por breves horas, en la bondad, la fraternidad, la inocencia y los Reyes Magos. Tampoco me parece a mí un ejercicio como para quedarse con la lengua fuera, porque a una Humanidad que traga con adivinos, videntes, echadores de cartas, tarots y horóscopos varios. ¿qué trabajo le cuesta soñar por una noche con los Reyes Magos o con quienquiera que, revestido con el manto de armiño del afecto, haga de rey mago para uno?...
Ocurre otra cosa: a estas alturas del año, casi todos tenemos la piel del corazón como el vestido de Cenicienta tras el arrase de sus hermanastras: un roto de desilusión por aquí; un desgarrón de cansancio por allá; un agujero de fracaso por acullá; una mancha de contrariedades en el codo... Porque sí: porque han pasado once meses desde la última Navidad y parte de nuestras buenas intenciones se han ido por el sumidero de la rutina, el genio endemoniado, ese dolor de espalda que nos irrita o la falta de colaboración del prójimo, que es un plasta, en el cumplimiento de nuestras buenas intenciones. Y, de pronto, entre villancico y villancico, suena el eufórico “¡Bidibi-Babi-Dibú!”... Yo no sé por qué, ni tampoco voy a pararme a averiguarlo, no sea que rompa el encantamiento pero, ahora, en este tiempo navideño, el primer prodigio se produce en nosotros mismos y todos nos convertimos en hadas y hados madrinas/os. O así podría suceder a poco que lo intentásemos. Si la gorda y turulata hada madrina de Cenicienta puede transformar a los ratones en elegantes lacayos, ¿qué no podremos conseguir nosotros, tan guapos, tan altos, tan sin mocos, y tan inteligentes y brillantes?.

Difícil no es, desde luego. Dejando aparte la fórmula del encantamiento, “machicabula, caramandula...”, etcétera, ¿ de qué está hecha una varita mágica lista para proporcionar un poco de felicidad al personal?. Lo primero, para ser un hada/hado madrina/o como mandan los cánones, es conocer de verdad lo que anhela aquel que está aguardando la magia como agua de mayo, como agua navideña, en este caso. Eso, claro, exige saber mirar, escuchar, oler, intuir y, sobre todo, querer, querer mucho. Si la varita mágica está hecha, fundamentalmente, de amor no habrá errores y no acabaremos regalándole un pingüino a un esquimal o un costurero a un coleccionista de sellos, que pasa, ¿eh?. Si al afecto se unen la imaginación y la alegría, me parece que el asunto está chupado. Tiene que haber sorpresa y risas en estos días. Entregar una pulsera de perlas con cara de funeral de tercera u ofrecer la enésima corbata con lunarcitos al tío Alberto, que ya está pensando en poner un tenderete en el Rastro para vender su stock de corbatas con lunarcitos, es hacer un pan como una torta. Es, sobre todo, confundir la generosidad con el dinero. Que, ¡manda narices!.

Este es tiempo de prodigios. Tenemos por delante doce meses para que el traje del corazón vuelva a ponerse guarro de lamparones, inevitablemente. Pero, de momento, que nos quiten lo bailao y, sobre todo, lo navidañeao... Que no nos lo van a quitar, oigan. Por cierto: ¿se han probado el gorro puntiagudo de hada madrina ante el espejo para ver que tal les sienta? ¡Pues no sé a qué estamos esperando!

sábado, 19 de diciembre de 2009

Al mal tiempo...

Se levantó de la cama sin haber dormido, dejó sobre la mesa el libro que leía y tachó el mes de diciembre en su agenda personal como si fuera el último de una pesadilla profunda y larga.
Frente al espejo, lo primero que vio fue un cabreo imponente en los ojos de aquella mujer que estudiaba su cara de sueño y de pocos amigos. Le desbordaba la fatiga y también un dolor de puñalada en el pecho. Nunca había recibido ninguna, pero había escuchado la frase en un disco de boleros y coincidía con lo que estaba sintiendo. Pensó que los boleros no dicen mentiras, a veces exageran, pero quién no. La mañana en sí ya era una exageración. Una de esas mañanas en las que diciembre se pone pornográfico y derrocha primavera hasta enloquecer a los poetas y a los que sufren de amor dedicados a otros quehaceres.

Por amor -no tenía otra necesidad ni razón- había desarrollado con el tiempo una paciencia indulgente que alimentaba con ironía y buen humor, por supuesto asimétrico y variable, como acostumbra a ser lo humano. De golpe, se vio a sí misma violentamente escorada por una ola de furor impredecible, aturdida por la irracional velocidad de los acontecimientos, desequilibrada por la cruel venganza del santo inquisidor. Pero no vencida. Aún tenía el corazón enganchado a los restos de un naufragio largamente anunciado en el cual, perdió primero el tiempo, después la esperanza, luego se le hundió la alegría y ahora, delante de sus propios ojos, se le ahogaba la autoestima. Ya lo dice la canción: “Para ella no hay consuelo”.

Se preparó el primer café del día con poco azúcar y muchas lágrimas porque a estas alturas del bolero conocía las bondades que ejerce el llanto amargo en la piel del alma, aunque no sea color canela. Sufrir es algo inevitable para el ser vivo. Pero ella y los de su especie saben que el sufrimiento humaniza en la misma medida que el miedo a pensar envilece y el buen amor desequilibra sólo cuando falta.

Se dijo a sí misma: señora, señorita, si naufraga aproveche la ocasión y monte con su vida un culebrón. Pero no le hizo gracia y siguió llorando. ¿Qué había sido del ingenio con el que tanta risa fabricaba en otras épocas? La mujer que veía delante del espejo, con el cabreo y la taza de café demasiado caliente para su gusto, sufría en serio. Cerró los ojos e intentó una mirada nueva, como si fuera a ver a una buena amiga a la que se tiene en cuenta y se disfruta.. Por un momento, logró mantener a distancia la pena intensa, la pena invasora que desestabiliza todos los sistemas, la puta pena que alivia la dureza de las verdades crudas y subvenciona tanta mediocridad.

Abrió los ojos. Para haber servido durante años de poco más que un cajero automático, lo que reflejaba el espejo tras el baño reparador, era, sin la menor duda, una mujer real. Y además, una mujer dispuesta a serlo de pies a cabeza, con pleno albedrío.

Bien mirado -como si de veras fuese su mejor amiga-, los siglos de progreso y civilización que acondicionan los cerebros facilitan de una forma notable la difícil tarea de sus neurotrasmisores. A la velocidad que van las cosas, dentro de poco el desamor se podrá digerir en cápsulas a dosis terapéuticas. También le han hablado de un moderno tratamiento de rayos UVA que elimina hasta los últimos rastros de cicatrices. Era una mañana del mes de diciembre. Se miró las uñas: siempre cortas, sin aristas. Se las imaginó largas y afiladas. Pero arañar con una sonrisa en los labios hasta romperlo todo y contemplar con mirada de hielo el desastre no es a lo que aspira un espíritu creador.

En todo caso, fríos y siempre equilibrados, que ella conozca, sólo los muertos.

martes, 15 de diciembre de 2009

Hombres

Ser hombre hoy empieza a resultar difícil, por eso muchos lo aparentan. Avanzan por las calles del mundo con un suave movimiento de espalda y una sonrisa reversible, como esas chaquetas de cuero rígido que, al darles la vuelta, admiten que unos dedos se pierdan entre las mórbidas autopistas de pelo y “double-faz”.

Cierto es que continúan detentando el poder económico y político sin demasiada vocación para compartirlo con las mujeres, o que perciben mejores sueldos que sus compañeras, con igual capacitación profesional, por una mera cuestión de sexo que a ellos les vale como garantía, pero un profundo desasosiego habita en su espíritu: cada vez son menos aquéllos que se reconocen en las características que hasta hoy definían la masculinidad: dureza, agresividad, autoritarismo, competividad... valores que ya no ostentan en exclusividad pero que nadie se atreve a cuestionar como el “todo” esencial que distingue la hombría de casta del resto de las especies. Desde que las mujeres emprendieron la tarea de volver a definirse, de elegir la conformación de su propia feminidad, saltando los estereotipos impuestos, los hombres han debilitado su conciencia de clase y han sentido el deseo de afirmarse en sí mismos.

Compatibilizar las cremas hidratantes, las tareas domésticas y los campeonatos de boxeo implica, por lo menos, una complejidad de estilos; sobre todo cuando acecha de cerca el fantasma del ridículo históricamente tan apegado a sus sombras. Tras el derrumbe del ideal de macho, incoherente al igual que los fundamentalismos de todo tipo con la evolución de la humanidad, los hombres se han apresurado a ensayar nuevos lenguajes a fin de reorientar su otra identidad. Pero para emprender esta ardua empresa es imprescindible entender la masculinidad como un largo recorrido y no como un estigma impuesto por la sociedad. De ahí el error y sus consecuencias: la fobia viril hacia la homosexualidad, la lucha por alejarse de lo femenino y la misoginia.

En ocasiones nos interrogan: ¿Pero, cómo os gustan los hombres, a las mujeres? Poco avezadas a forjar un estereotipo excluyente, los deseamos humanos por encima de todo. Que buceen con más frecuencia por el océano (bravo o pacífico) de los sentimientos, que entiendan la galantería como una expresión de respeto en lugar de un repertorio de buenos modales, que a través de sus músculos expresen belleza y bienestar en lugar de fuerza, que no renuncien al fútbol, las motos o las películas “terminator” –si de verdad les placen- ni excluyan, por decreto, la posibilidad de disfrutar de la moda, de verbalizar la nostalgia o la pasión y de manifestar sus emociones verdaderas; sea ante un pastel de chocolate, una lluvia de primavera, un túnel a oscuras o ante el hallazgo de una nueva fórmula química entre su cuerpo y el nuestro. Se trata de su masculinidad, que sólo ellos pueden redefinir, con nosotras a su lado. Y encantadas, “of course”.

viernes, 11 de diciembre de 2009

¿Por qué escribo?

Ayer sin ir más lejos, durante un fast food de genuino sabor americano: ensalada en plástico, pollo en cartón y pepsi en lata, una amiga me preguntó si sé por qué escribo. Contesté las mentiras e incoherencias que acostumbro en estos casos y me escapé por el hueco de unos aros de cebolla que no estaban mal. Pero me quedé pensando que quizá debiera ser más amable otro día. Más amable y más valiente para decir lo que pienso.

Desde muy joven elegí la escritura como herramienta de construcción de un mundo propio de las ideas y como vehículo de comunicación para algunas de ellas. Toda mi vida, cuando he querido contar-contarme algo, lo he tenido que escribir. Quizá porque me resulta atractivo el ejercicio en sí y, aunque la habilidad en literatura no sea seguro de nada, siempre he sabido que, para escribir, yo la tenía y la tengo., Sin falsos pudores creo que dispongo de los gramos de talento necesarios para narrar temas centrales vistos desde la periferia.

No pertenezco al grupo de artistas famosos que, llenos de cansancio y de fe, ha emprendido en el dos mil el peregrinaje de regreso hacia la cuna de la humanidad y la cultura para meditar a lo pies de Buda. Pero sí siento, como ellos, una profunda nostalgia por la dulce voluptuosidad del ocio creador. Esa nostalgia me lleva de la mano a la escritura, generadora de emociones complejas y un placer poliédrico que exprimo, me agota y me serena.

Pero a veces lo hago por razones menos elevadas. También escribo porque....

Uno- detesto que la historia del hombre contada por sí mismo pretenda ser, todavía la historia de la humanidad.

Dos- El lenguaje no es inocente y me gusta dejarle las trampas al aire.

Tres- Vivo en una sociedad que intenta amoldarme para que aumente mis ambiciones y sea competitiva hasta cuando descanso.

Cuatro- No aguanto que nadie cuente mi visión de los hechos y estimule su misoginia a mi costa.

Cinco- Pretendo averiguar si puedo crecer deprisa, vivir despacio y ganarme la vida.

Seis- Quiero que me respeten la soledad sin necesidad de quedar aislada.

Siete- El cerebro adulto se vuelve conservador, se resiste al cambio y aun la llamada mente revolucionaria una vez que ha obtenido su éxito, también ofrece resistencia al cambio.

Ocho- La revolución misma se convierte en un interés creado y consciente o inconscientemente no permitimos que nada lo altere.

Nueve- Deseo introducir cambios en el centro de mí misma.

Diez- No quiero más mujeres aplastadas contra el hecho constatable de que las respuestas a los retos del futuro procedan de una compresión intelectual del pasado.

Once- No permito que este arraigado deseo de imposible seguridad me impida explorar mi auténtica naturaleza.

Doce- No quiero que fagocite el vacío ensimismado y descorazonador.

Trece- Cada persona, cada cerebro humano es único en el mundo. Y las palabras, la forma, la expresión varían de tiempo en tiempo y de una cultura a otra.

Catorce- Considero que la expresión de mi personalidad no es la pretensión de un lujo sino una premisa existencial, el aire que respiro, un capital del que no puedo prescindir.

Quince- Escribo para desarrollar mi creciente interés por los hombres y las mujeres que han sido dotados de la intensidad emocional y la capacidad intelectual suficiente para respetarse a sí mismos sin esconderse bajo las banderas.

Dieciséis- Me parece posible y necesario rentabilizar la lentitud y convertir el ocio en un arte.

Diecisiete- Me intoxica la insoportable contaminación acústica de la sociedad en la que vivo y reivindico mi derecho a curarme en silencio.

Dieciocho- Ando a la caza y captura del verdadero nombre de algunas cosas.

Diecinueve- La vida es dura y escribir me ayuda a vivirla con indulgencia.

Y si intento o me gustaría convertirlo en mi trabajo es porque quizás haya cierta salvación en el trabajo y me gusta imaginar cuando miro a mi hijo, cuando le toque, eligirá el suyo en libertad y será capaz de vivirlo con entusiasmo. Por amor a sí mismo y por dinero, por las buenas razones y por si acaso.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Esto es la guerra

Hay mujeres a las que no les gustan las mujeres. Bueno, ésta es una forma suave de expresarlo, pero no querrán que empiece este artículo escribiendo: Hay mujeres que odian a las mujeres. No es mi estilo.

Yo diría que hay mujeres que se sienten incómodas ante la presencia de otras mujeres. Recuerdo una obra de teatro, en la que aparecían dos señoras con sus respectivos en un cine, viendo una película de Sofía Loren. A los maridos, cada vez que aparecía Sofía, se les ponía cara de estar tocando el cielo y a aquellas dos señoras, de pelo permanentado y abrigo de pieles, se les torcía el morro y comenzaban a sacar defectos a la italiana: “Pobrecita, es tan ordinaria”; “Y tiene una pierna más larga que la otra, fíjate”; “En las escenas de amor se pone bizca”... Si bien este ejemplo responde al tópico de que las mujeres normales sienten envidia (cochina) hacia las damas espectaculares, hay algo de razón en que hay mujeres que sienten la belleza de otras como una agresión. Y no estoy hablando precisamente de señoras tradicionales como las dos que aparecían en la comedia, sino de mujeres de esta época de las que trabajan, son idependientes y, en alguna ocasión, hasta presume de feministas. Recuerdo a una que escribía en un periódico un reportaje en el que compadecía abiertamente a Catherine Deneuve. Se atrevía a preguntarle con una osadía que rozaba la ingenuidad: “Y usted ¿cómo lleva el paso de los años?, el deterioro físico, la pérdida de atractivo? Porque para usted será mucho más dramático que para cualquiera....”

Y la Deneuve, con esa belleza radiante que le ha dado el tiempo, le respondía que se sentía bien, tranquila, que salía con un hombre mucho más joven que ella. Que disfrutaba de la madurez.... Yo creo que de una manera oblicua le estaba diciendo : “No te preocupes, mujer, podré superarlo”.

En fin, estarán de acuerdo conmigo en que compadecerse de Catherine Deneuve roza con lo paranormal. Lo que ocurre es que hay mujeres a las que les gusta creer que la belleza tiene alguna pega consustancial, que las bellas suelen carecer de cerebro, de cultura y de sentido común.

Yo tengo una amiga de esas que les hablo, de esas que no soportan la proximidad de las mujeres. Y os preguntareis: ¿Y cómo es entonces amiga de usted? Tiene su explicación: yo no represento competencia para mi amiga. Es decir, que aunque nunca me lo ha dicho, se considera más guapa que yo. Mi amiga es muy potente, aunque normalmente se comporta como si careciera de atractivo porque es que, ya digo, se le sienta una mujer al lado y el aura se le llena de púas. Yo la he visto(es que tengo poderes paranormales, ya lo contaré en otra ocasión). El caso es que un día mi amiga y yo quedamos a comer con el que entonces era nuestro jefe, un cuarentón atractivo, pero no tanto como él creía. El cuarentón tenía un encanto añadido y es que, además de cuarentón, era ¡heterosexual! Las dos le mirábamos como se mira a un Tigre de Siberia (especie en extinción) y exclamábamos para nuestros adentros: “¿Es cierto lo que tengo ante mis ojos?”

Oh, Dios, la naturaleza nos depara en ocasiones rarezas como ésta. Bendita sea.

La comida transcurrió entre la cordialidad de aquel perfecto heterosexual y la guerra sorda que frente a él libraban aquellas dos mujeres (mi amiga y yo). Y la guerra no empezó por mi culpa, advierto, era mi amiga la que de pronto se había transformado en mi enemiga. Y es que por esas cosas raras de la vida, aquel HETE (permítanme que le añada una H al marciano) me miraba solamente a mí. Es que hay gente de gustos perversos. Era la primera vez en mi vida que me ocurría esto porque, lo juro, mi amiga es más guapa y más interesante que yo. Aquel pervertido me estaba poniendo en una situación límite porque yo notaba las púas del aura de mi amiga clavadas en mis costillas.

La sangre no llegó al río. Mi amiga y yo nos despedimos con un seco adiós y la cosa quedó así. Quedó así, entre otras razones, porque mi jefe era de esos de “hoy te miro, mañana ni te conozco”. A la semana mi amiga me llamó con un tono de amiga herida y me dijo: “Hay que ver el número que hiciste el otro día. Sólo te faltó abalanzarte sobre él allí mismo”.

El tiempo ha devuelto las aguas a su cauce porque, a fin de cuentas, ella sabe muy bien que yo no le llego a la suela del zapato. Pero, qué quieren que les diga, su odio me acercó ligeramente a lo que deben sentir a diario Christie Turlintong, Inés Sastre o Gwyneth Paltrow... Y eso es agradable

martes, 8 de diciembre de 2009

El regalo

Ella se iba deslizando cuidadosamente entre las viejas cómodas Siglo VIII, los tinteros de navegante, los espejos modernistas inspeccionando cada pieza en la mirada. El anticuario sorbía un café cargado mientras observaba deleitado a aquella mujer madura que se envolvía en un abrigo camel. “Siempre adivino si buscan un regalo para el marido o para el amante, me comentó sonriendo, para el marido vigilan el precio y para el amante no tienen límite”. El anciano mercader poesía la capacidad de reconocer gestos y actitudes de sus clientes, esa sabiduría que solo da muchas tardes candenciosas sentado en el butacón explorando conductas humanas, buscadoras secretas, solitarias.

Tenía razón, el regalo sea para quién sea, posee una complicada liturgia, un íntimo ritual donde la capacidad de sorprender y de ser sorprendida se entrecruza con el capricho, con el juego de las adivinanzas, con aquello que deseamos que el “recibidor” tenga y así como se moldea el fango, vamos conformando nuestra idea del otro, cómo realmente nos gustaría que fuese. El enigma del regalo no es en sí el mismo regalo, sino el mérito de ser interpretado, el formar parte de un lenguaje mucho más comprometido. Regalar es un acto importante: se piensa, se compra, se entrega un laberinto de intenciones por el que pasean cariños y querencias, ausencias y esperanzas, y mucho sentimiento. Dicen que “el regalo es como el grano de arena que abre la perla” o como la guinda del pastel digo yo, que siempre pienso que lo mejor está aún por llegar.

Y cuando el regalo es de la persona amada es como susurrarle “hazme volar”. Esa idea del ingenio aplicada a las elecciones de las personas que se quieren le da una dimensión increíble: es el deseo y la reinterpretación, es aprender a conciliar una mitología del amor, pequeñas cosas cómplices que irán construyendo las vivencias. Para que el día que se acabe el amor sea un museo intransferible de los dos. Y entonces poder decir que quizá ya no nos queremos ahora, pero siempre defenderemos que hubo un tiempo es que nos quisimos con ese lenguaje. Le hablaba al anticuario, pero no me hacía caso, estaba absorto en la mujer. Ella había elegido una pequeña caja de pastillas del siglo pasado, en la que medio despintada, aparecía una imagen de la Torre Eiffel. Mientras envolvía el regalo, pequeño, me miró maliciosamente y tuve la certeza de que hasta conocía el nombre del que recibiría ese pastillero. “Es mucho mejor, me explicó, brillándole los ojos, porque en el fondo, como decía Saint-Exupéry, las palabras son fuente de malos entendidos”.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Qué es la felicidad...

Qué es la felicidad, sino la prolongación de un instante feliz? La frase salía medio susurrante de los labios de aquel soñador, anclado en la barra, que sorbía extasiado una margarita. Ella hacía como le escuchaba, pero se notaba que no. Bueno, lo notaban los demás, que a esa altura de la noche debían de hacer apuestas sobre cómo quedaría la disertación de la pareja desconocida, si aquel juego del escarceo terminaría deshojando la “margarita” para decidirse entre el sí o el no a ritmo de mariachi.

Había mucho humo, de ese que envuelve las ideas y las hace espesas, transcendentes y eleva a universal los pensamientos más simples. “Qué es la felicidad sino la prolongación de un instante feliz ?” Divagué para mis adentros que la felicidad es aquello que nos gustaría que durase siempre, aquellas cosas instantáneas que nos deben llevar a las perdurables. Los hombres y mujeres tenemos memoria de nuestros sentimientos y sensaciones y en consecuencia nos preparamos para que cualquier momento grato y efímero asuma categoría de eternidad. Y puesta ya en elucubraciones ¿qué es mejor, calidad o cantidad ?. La madurez lleva siempre a preferir la calidad, seguro. Es la diferencia entre la cadena montaje y la artesanía: a todos nos gustaría trabajar en piezas únicas. La cantidad es relativamente adolescente, de poca cosa, se disuelve en ella misma mientras que la calidad lleva mucho de nosotras. De pequeñas, la calidad se encuentra en los cuentos de hadas. Cuando eres mayor, en la propia existencia.

Entre el humo más denso, más embargador, las sensaciones, los sentimientos, las emociones, las situaciones me parecían cada vez más frágiles pero asombrosamente más definidas. “Es la inteligencia la que comprende los sentimientos, clarifica nuestras expectativas, resuelve nuestras necesidades, consigue que guiemos nuestras vidas no por los arrebatos emocionales, sino por la sabiduría del corazón. Sabiduría que por supuesto, hemos de aprender”. Pensé que la gracia de los sentimientos es, precisamente, las situaciones donde nos llevan. El descontrol del “ no sé qué me está pasando”. Cierto que no tenemos un manual de instrucciones para descubrirlo, pero aún así no podemos renunciar a vivirlos. Por eso es bueno conocer las cosas, para saber dónde no hemos de ir, pero también es bueno no saber dónde nos llevará el viento. Domesticar los sentimientos es ponerlos en una jaula. Los sentimientos son como aves libres, ellos nos conocen y nosotros los conocemos, y lo ideal es que cada día vuelvan a comer alpiste a la ventana de nuestra jaula.

Busqué a la pareja en la oscuridad para descubrir el final de su historia, pero la mirada me devolvió dos sillas vacías y dos restos de margaritas sobre la barra. El humo se había diluido y la atmósfera albergaba cierto aroma de expectativa. El juego de los sentimientos acababa de empezar.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Lápiz...

Después de mucho dudar marco su número, me cuesta teclearlo, cuando acabe de hacerlo no habrá marcha atrás, al oír su voz se despejan mis dudas:

- ¿puedo ir? – puedes venir cuando quieras, ya lo sabes… y cuelga.

Tengo que volver a llamarle al móvil desde el portal, no abre a cualquiera, una llamada perdida cuya respuesta es un zumbido intermitente que franquea mi entrada al portal, 12 pisos metida en un ascensor dan tiempo a pensar de todo, observo mi imagen reflejada en un espejo de cuerpo entero ¿cómo llevo la camisa? ¿Se fijará en mi pantalón? ¿Huelo bien? No me ha dado tiempo a prepararme, ha sido un impulso, ni siquiera he pensado en el estado de mi ropa interior, ya sabéis, mujeres que me leéis, que esas son cosas que se preparan, cuando sabes que vas a quedar con un hombre cuidas tu aspecto, cuestión de coquetería femenina, pero esta vez no me ha dado tiempo, ha sido una reacción visceral, y cuando me quiero dar cuenta estoy llamando al timbre de su puerta…

Abre y solo me mira, nada de saludos vanos, cierra la puerta cuando entro y sus labios se pegan inmediatamente a los míos, sabe que me gusta besarle, sin más, podía tenerme en un beso infinito, pero se que no lo va a hacer, separa sus labios y me mira fijamente, estoy deseando oír su voz, pero no va a decir ni una sola palabra de momento, no es necesario, su mirada es suficiente, me recorre con sus ojos de arriba abajo y yo empiezo a desnudarme, me gusta sentirme desnuda mientras él permanece vestido, sentir el roce de su ropa sobre mi piel me pone muy caliente…

Pero no deja que me regodee, la presión de sus manos sobre mis hombros me indica que me tengo que arrodillar, mi cara queda a la altura de su bragueta y lo acaricio con mi rostro como una gata cariñosa, ronroneando, siento su polla desesperada dentro de su encierro y yo me dedico a enervarla más, hasta que mis manos, también desesperadas, buscan su libertad, bajo la bragueta y aparece el objeto de mi deseo, le doy unos cuantos besitos tiernos como saludándola, pero no me deja seguir, él se da media vuelta y va hacia la habitación, dejándome de rodillas y con la boca abierta…

Cuando llego a la habitación él está de pie, esperándome, empieza a desnudarse mientras lo observo, es raro que me deje disfrutar de este placer, normalmente me tapa los ojos, pero ahora no, ahora me deja pasear la vista por su desnudez y eso me excita, muchas veces me ha dejado solo con eso, sin dejar que le toque, se masturbaba delante de mí sin dejar que me acercara, haciéndome sufrir, hasta que se corría sobre su propio vientre y luego se iba a duchar, él solo…
Pero hoy no, hoy se tumba desnudo sobre la cama y me mira, y a mí me falta tiempo para abalanzarme sobre su polla, se que tengo que utilizar solo mi boca, pero me encanta recorrer su polla de arriba abajo, deposito mi saliva en su glande para desde ahí repartirla por todo el tronco, mi boca llega hasta sus huevos y los siento sobre la lengua, calientes, llenos de leche, de la leche que quiero merecer con esta mamada que le estoy haciendo, ya se que me estoy entreteniendo demasiado, pero lo hago para oír su voz, para que me diga algo, flexiona sus rodillas y me mira: – ¿hace falta que te lo diga?

Su voz… su voz es como una droga para mí, pero soy cabezota y sigo lamiendo su polla como si me fuera la vida en ello, levanta las caderas: – ¿lo entiendes ahora? ¿Hacen falta más explicaciones? Ahora ya no puedo eludirlo, mi lengua se desliza hacia su ano y juguetea allí…

- te ha costado entenderlo, putita…

Mi vello se pone de punta cuando lo oigo hablarme así y mi mano se iría ahora mismo hacia mi coño para darle un poco de paz, pero no puedo perder la concentración, primero hay que cumplir el ritual…

Durante un buen rato mi lengua acaricia su ano, pero de repente él me aparta y se sienta en la cama, coge el tabaco de la mesita y enciende un cigarro, me mira:

- esto me aburre, en vez de lamerme el culo como una zorra avariciosa lo estás haciendo como si te diera asco, dime putita, ¿te da asco mi culo? No se qué responder, no es que me de asco, pero él ya sabe que no es lo que más me gusta…

- no me da asco, pero…

- muy bien, yo te ayudaré a superar eso, vas a estar lamiéndome el culo toda la tarde, hasta que no te de asco, y quiero sentir tu lengua bien adentro zorra, hasta que se te duerma la lengua de tanto chupar…

Apaga el cigarro y vuelve a reclinarse en la cama, pero se lo piensa mejor, se levanta y va hacia la cocina, vuelve con un tubo de leche condensada y se tumba.

- ya verás como de esta aprendes a lamerme el culo…

Se introduce la punta del tubo y aprieta un poco, lo retira: – bien, vas a comerte este tubo de leche condensada desde mi culo, estaremos aquí toda la tarde, hasta que lo acabes, y te advierto que espabiles porque no será lo peor que pruebes hoy…

Obedezco, acerco mis labios a su culo y empiezo a lamer, cuando el exterior está limpio me armo de valor y tímidamente empiezo a meter la lengua dentro de ese oscuro agujero, me cuesta penetrar, siento sus palpitaciones a la entrada de su ano y eso inexplicablemente me excita, mi mano va derecha a mi coño y me acaricio….

- eso es, magrea ese coño, pero no te corras, no quiero que te canses, primero tienes que acabarte la merienda…

Estamos así un buen rato, él rellenando su culo con leche condensada y yo lamiendo a continuación, me duele la boca, el cuello y siento los labios adormecidos, mi cara está toda pringosa, pero él no se cansa… Siento que empieza a acariciarse la polla, le debe estar gustando lo que le hago aunque no creo que me deje que yo le acaricie su precioso instrumento… En pocos movimientos de su mano parece que está listo, levanta mi cara con una mano y con la otra apunta su polla hacia mis labios… los chorros de semen empiezan a salir y se estrellan contra mi boca, cuando acaba se frota contra mi cara, casi no puedo abrir los ojos, mi cara es un poema láctico…

- sigue lamiendo zorra, estás preciosa, debería tenerte siempre con la cara llena de leche…
Cuando me dispongo a seguir con mi labor suena el teléfono, se levanta y me coge de la mano, vamos hasta el salón y allí de pie atiende la llamada, con la otra mano sacude su polla y me mira, me arrodillo y empiezo a mamar de su rabo, está semi flácido y me cabe entero en la boca, él sigue hablando y en un momento dado tapa el auricular y me dice:

- ahora estate muy quieta putilla, esta llamada es muy importante y ahora no puedo cortar…
Entonces pone su mano sobre mi cabeza y aprieta con fuerza contra su pelvis, efectivamente no me puedo mover, pero de repente empiezo a notar que mi boca se llena, está orinando en mi boca y sigue hablando por teléfono, intento apartarme, pero él me sujeta con fuerza, así que empiezo a tragar, no puedo evitarlo por asco que me de, respiro hondo por la nariz y sigo tragando, oigo que cuelga el teléfono aparta mi cabeza y acaba de orinar sobre mi cara…

- uffff, menos mal que estabas aquí, no me aguantaba más…

Ya no puedo más, las lágrimas se me escapan, estoy muy excitada, pero no obtengo ningún placer, ya no se como complacerle…

- venga zorrita, no llores, sigue mamando y obtendrás tu premio…

Esto me humilla, se que seguiré mamando de su rabo, quiero sentirlo dentro de mí, da igual las putadas que me haga, consigo que su polla se ponga dura de nuevo, él se aparta cuando su erección está más alta…

- como te has portado tan bien voy a ocuparme de todos tus agujeros…

Me deja de rodillas en el salón y va a la cocina, vuelve con un pepino de tamaño considerable y el dichoso tubo de leche condensada…

- ponte a cuatro patas zorra, con la cara pegada al suelo…

Creo que más rápido no lo puedo hacer, separo bien mis piernas, él unta el pepino con la leche condensada y sin más miramientos empieza a metérmelo en el coño, grito, me hace daño, intento apartarme y me da un buen azote en el culo…

- joder puta ¿son estas las ganas de rabo que tenías? Tantas ganas de follar y ahora tu coño se pone melindroso…

Sin más palabras empuja con fuerza y el pepino se introduce en mi coño, jadeo, no quiero volver a gritar, pero quiere oírme, así que sin darme tiempo a respirar apunta su polla hacia mi culo y la entierra allí de un empujón, ahora si grito, grito, me muevo, quiero irme, no puedo más, pero me tiene bien sujeta está abrazado a mi cadera y empuja con fuerza…

- muy bien puta, muévete así, cabalga conmigo, como una yegua, acabo de romperte el coño y el culo y te está gustando cerda, eres peor que una perra en celo ¿no querías polla? Pues ahora tienes dos, aprovéchalas…

Es su voz, estoy segura de que es su voz, porque en ese momento me olvidé del dolor y empecé a gozar, me corrí como él había dicho, como una perra en celo, disfrutando de cada empujón, de cada sensación… y cuando él se iba a correr se salió de mi culo, se puso frente a mi cara y me llenó con su leche…

- ya tienes lo que has venido a buscar, hasta la próxima, puta mía, te quiero…

Se metió en el cuarto de baño y yo me quedé tumbada en el salón, haciendo acopio de fuerzas para levantarme e irme, él no saldría del baño hasta que no oyera la puerta de la calle, era el ritual y había que cumplirlo…

Dr. Jeckyll & Hyde

Yo era un asesino normal y corriente, un asesino honrado como el que más, de buena familia y bien aposentado económicamente. El típico asesino, vamos. No mataba más que por placer.

Bueno, he de reconocer que por ociosidad también cometí un par de docenas de crímenes, pero nada más. Solía escoger a mis víctimas por el color de las bandas que llevaran en sus calcetines. Sí, ya sé que suena ridículo, pero odio tremendamente los calcetines blancos con bandas verdes zigzagueantes. Tampoco soporto los que llevan doble barra azul, me parecen muy vulgares.

Pues bien, fue el 24 de septiembre cuando cometí por primera vez un fallo en mi modus operandi. Normalmente, degollaba a mis víctimas con los pulgares (enguantados, por supuesto, para no dejar mis huellas dactilares), viéndolas de frente para paladear esa sensación de pánico que una persona adopta cuando sabe que tiene la muerte cerca, cuando está a punto de dejar de respirar. Sí, justo antes de convertirse en un colgajo de piel, carne y huesos, de humeantes y fétidos intestinos que se aflojan para verter su contenido descompuesto por la pernera del pantalón. Después, los metía en una bañera, y los tapaba con un plástico de los de guardar trajes grandes, de arriba a abajo. Posteriormente, buscaba algún objeto afilado de la casa de la víctima y lo acuchillaba hasta que su cuerpo no fuera más que un puzzle macabro de trocitos de carne y hueso. Para acabar, metía su contenido en bolsas, y los donaba a un centro de ayuda a los necesitados, haciéndolos pasar por carne de caballo fresca. Bueno, tengo que decir aquí que mi negocio es una carnicería especializada en ese tipo de carne. Todos los vecinos me conocen, y saben que soy alguien de fiar, así que nunca me han preguntado nada acerca de la procedencia de la carne.

Será porque tengo cara de buen tipo, je je je. La vida me trataba bien, así que no tenía por qué dejar de sonreír. Era feliz, mataba a quien me apetecía, y dejaba las cosas de tal forma que parecía algún tipo de secuestro, o desaparición por motivos de viaje. Así que nunca estaban alertados sobre mi presencia, hasta el día del gazapo que se convirtió en mi perdición.

Bueno, no me demoro más. Siempre elijo como víctimas a gente solitaria que vive completamente a solas en sus casas. Consigo de una forma u otra entrar allí, bien sea haciéndome pasar por fontanero, electricista, vendedor de biblias o incluso valiéndome de la confianza que proporciona el ser viejos amigos de escuela, instituto o universidad. Pues bien, por una vez me equivoqué. Como siempre, me camelé a la víctima del día a una hora algo intempestiva, con la excusa de que me había quedado tirado con el coche y necesitaba un teléfono. Ese día llovía a raudales, y el ruido de las gotas sobre el techo de su tragaluz no me dejó escuchar los sonidos del interior de la casa. Así que entré a la cocina, siguiéndola, y tras señalarme dónde tenía el teléfono, y preparar amablemente una taza de té caliente, desapareció durante unos momentos en el cuarto de baño. Yo hice tiempo hasta que saliera, tomándome la infusión con paciencia. Soy fiel a la gente que me es fiel, y como no parecía que mi chica fuera a escapar - y sin sospechar ni de lejos lo que iba a pasar -, me fumé un cigarrillo tranquilamente.

Lo último que esperaba era que aquélla mujer saliera con aquél batín azulado transparente, contoneando cadenciosamente sus voluptuosas caderas... y blandiendo un cuchillo de carnicero en la mano.

Me lanzó el enorme arma desde la misma puerta del baño, y apenas tuve tiempo de apartarme, a tiempo para que se hundiera profundamente en la portezuela superior del frigorífico. Lo arranqué de allí con rabia, y me lancé a por ella. Intuyendo mi reacción, volvió a entrar en el cuarto de baño y escuché un cerrojazo desde el interior. Pero puertas más grandes había derribado en mis estados coléricos.

Tres patadas después, la puerta cedió, y mi amable anfitriona y yo estuvimos cara a cara, a tan apenas diez centímetros entre nuestras narices. Ella me empujó contra la pared, y caí sentado sobre la taza del váter. Respirando fuertemente por la cólera, me dispuse a levantarme para devolverle golpe por golpe, pero tan sólo pude volver a caer en la taza, rompiéndola, cuando ella impactó una de sus chanclas en mi cara, rompiéndome la nariz.

En ese estado de semiatontamiento, reparé en lo que al principio me había parecido una ilusión óptica. En la bañera había un cuerpo. Un cuerpo cuya sangre teñía de rojo un líquido amarillento, probablemente ácido por el hedor que desprendía. Resulta que mi sensual víctima, con pinta de ama de casa solterona y algo viciosilla, era del gremio de vividores-matadores.

Me levanté de un salto, abalanzándome sobre ella, esquivando un par de puñetazos que apuntaban a mi estómago, y una rodilla que pretendía acertar en mis partes íntimas. Me había dejado en ridículo, y no podía permitirlo, así que le golpeé yo también en la cara, haciéndole sangrar la nariz. Antes de que pudiera reaccionar, cogí una de sus manos por la muñeca y la hundí en la bañera. Ella gritó de dolor, y con fuerzas renovadas, me hundió la cabeza en el plexo solar. Caí arrodillado tosiendo, y ella aprovechó para limpiarse la mano con el grifo del lavabo.

Tenía algunas feas ampollas, y la sangre le chorreaba por los carrillos, goteándole el batín, formando un precioso cuadro psicodélico de rojo sobre azul. Cuando logré incorporarme, apoyándome en el pomo de la puerta, levanté mi vista seminublada hacia su cara. Estaba pálida, sucia de sangre y rimel, y lo único que se me ocurrió fue seguir el impulso de mi interior, mi impulso escondido. Salió lo peor de mí, el Mister Jeckill que todos tenemos dentro, o al menos yo, y con la mayor dulzura del mundo la besé.