Me he levantado esta madrugada y, al abandonar la cama, el alma se me ha caído y se ha roto contra el suelo. Se ha partido con un chasquido leve y seco que, sin embargo, ha resonado en el silencio como una protesta.
Despacio, con paciencia de relojero, he ido recogiendo los trozos que se han desperdigado sobre el parqué. He amontonado sobre la cama recuerdos disímiles, odios larvados y esperanzas que me niego. Figuras muertas con otras de personas con las que hoy mismo desayunaré. Así expuesta, deshecha y falta de orden, mi alma me ha parecido el recuerdo de una vida inútil. He pasado buena parte de la noche reconstruyendo la frágil coherencia de ayer, encajando las piezas una por una, hasta volver a ser yo.
Despuntaba el sol cuando he terminado con la labor más ardua: reconstruir el pasado y el presente. Después ya sólo me ha quedado la labor de repegar las piezas de mi futuro imaginado. He recordado otras veces que se me rompió el alma, hace tiempo. Entonces aquella porción era más grande, mucho más grande.
Es por eso que me he prometido darle brillo.
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