Yo fui una vez a un psicoanalista. Sé que no tiene nada de extraordinario, pero, por favor, sigue leyendo, dame la oportunidad de contar por qué fui y por qué deje de ir. Yo fui a una psicoanalista porque estaba triste y lo que yo quería era ir a un sitio, contar mi rollo, que me dieran unas cuantas pastillas y a otra cosa. Pero como soy muy influenciable fui por ahí como alma en pena contándoles a unos y a otros mi problemática: "Estoy triste y quiero ir a un psicólogo para que me quite pronto este nubarrón que se cierne sobre mi carácter, ayer tan alegre, tan cascabelero. "Unos me decían:
- Aguántate, sale más barato. A l fin y al cabo ¿no es la tristeza la actitud más lúcida en este siglo de valores derrumbados y caos ideológico?
- Bueno, lo mío, decía yo, es más personal. No es un problema de la humanidad, de momento. A no ser que me vuelva loca y empiece a matar gente, que siempre es una posibilidad que queda abierta.
Otros me decían:
- Eso es falta de vitaminas.
Otros:
- ¿Has probado el prozac? Dicen que Woody Allen ha dejado a su psicoanalista y le salen mejor las películas desde que se automedica con prozac.
Hasta que una amiga psicóloga me dijo que debía ir a una psicoanalista, porque lo mío no era una tristeza momentánea, que a mi se me veía a la legua que tenía cuentas con el pasado, traumas, complejos...en definitiva: taras.
- No hay más que verte, me dijo mi amiga, echándome una mirada completamente de soslayo.
Yo le dije que, si no era mucho pedir, preferiría un hombre, un psicoanalista, porque yo con los hombres me sincero mucho más. Es una de las taras que tengo.
Pero mi amiga se negó, dijo que lo primero que debía hacer era romper ese prejuicio que yo tenía hacia las mujeres.
- Si no es prejuicio, es que ya que voy a pagar... pues prefiero un hombre.
Pero yo siempre hago caso, así que acabé yendo a una psicoanalista. Iba a las cuatro de la tarde, una hora fatal, porque a esa hora, después de comer, a mi me bajan las constantes vitales a cero, es más si un día decidiera suicidarme lo haría después de la siesta, porque yo la siesta es que no la perdono la he dormido siempre, en el colegio, en el trabajo, o depilándome. Lo juro.
A mi psicoanalista le pasaba lo mismo, y qué ocurría, que le picaba fernandillo. Natural. Ahí estaba yo contándole mis problemas amorosos, que eran tan aburridos como los de todo el mundo, y a la psico la barbilla se le descolgaba como a los viejos de los pueblos en el bar. Yo, siempre he tenido mucho sentido del espectáculo, el sentido de que al espectador hay que mantenerlo atento y en vilo, sufría mucho con la modorra de aquella mujer, y como esa gran profesional que soy, no me tomes a mal, me propuse sacarla de los brazos de Morfeo, y le contaba cotilleos de la gente "bien", que era donde yo, me movía entonces, anécdotas cachondas que había oído o había presenciado, y de vez en cuando intercalaba alguna de mis tristezas, dándole así una de cal y otra de arena. Ella quería mantenerse sería pero a veces no podía y lo pasaba muy mal, porque no está bien que los psicos demuestren sus emociones.
El caso es que una tarde que estaba más triste que nunca, me descubrí camino de su consulta pensando en qué contar para que no se me durmiera. No se me ocurría nada, y lo que es peor, aquella tarde no tenía ganas de ser simpática. Por otra parte, pensé en lo absurdo que era que me sintiera en la obligación de hacerle pasar un buen rato cuando era yo la que pagaba la función. Me pudo el sentido del espectáculo, cuando iba a entrar en su portal, decidí que no volvería.
- Pero si eres tú la que pagas, me dijo mi amiga, el paciente puede soltar el rollo que quiera.
- Un respeto, le dije, yo no soy una paciente: soy una cómica.
Así que seguí el consejo que me había dado el otro amigo: me aguanté. Me aguanté con mis penas. Me aguanté, me aguanté y pasó el tiempo. Y, oye, milagroso, se me acabó pasando.
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