lunes, 30 de diciembre de 2013

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En este momento, en el amor, todos tenemos una tendencia a la calderilla. El hombre es difícil que se disponga a vivir una gran historia de amor. Las grandes historias de amor son siempre mujeres. Parece que el alma de los hombres está dividida en compartimientos estancos. Ellos dedican un trocito del alma a la profesión, un trocito a los amigos, otro al amor. La mujer es capaz de abrir las puertas de su casa y dejar entrar la pasión, que la deslumbre, atosigue que la lleve y la traiga que la eleve al séptimo cielo y luego la hunda en el séptimo infierno. Las mujeres dicen que somos más sensibles para la felicidad, pero también para la tristeza. Así son las cosas, mucho ojo con nuestra inteligencia emocional, sino queremos terminar siendo las protagonistas de un culebrón sentimental típico de telenovela.

Dicen que es muy difícil saber cuando se siente amor por una persona. Y ara evitar confusiones proponen que no se utilice la palabra amor sino querer. Te quiero ¿para qué? ¿para viajar juntos? ¿para ir al cine? ¿para comer en el restaurante de moda? ¿para reírnos de las misma cosas?, o ¿para compartir una vida juntos?. Hay tantos tipos de amor como ganas de hacer cosas con la otra persona. Tal las cosas, la verdad que más una declaración de amor lo que hay que exigir es una declaración de ganas y que la palabra amor se ha vuelto equívoca. Lo mismo vale para un barrido que para un fregado.

Hay una nutrida serie de sentimientos a los que etiquetamos con ese término. Por ello a menudo nos entregamos alegremente suicidas en brazos del azar y de las intermitencias cardiacas, eso que ahora llaman química del amor, manos sudorosas, palpitaciones, nervios…sin duda una expresión acertada. Cuando estamos enamorados se provoca en nuestra mente una cascada de de reacciones emocionales: hay electricidad (descarga neuronales) y hay química (hormonas y otras sustancias que participan). Ellas son las que hacen que una pasión amorosa descontrole  nuestra vida y ellas son las que explican buena parte de los signos del enamoramiento, somos capaces de cometer locuras, pueden dejar fuera de combate a nuestra lucidez mental y paralizar nuestro cerebro, pero… se es tan feliz…









lunes, 9 de diciembre de 2013

El hombre que nunca conseguí

Conocí una vez a un hombre de aquellos que la sociedad bautiza como impecables. Llevaba siempre un porte perfecto, la vestimenta impoluta, los cabellos inamovibles y la sonrisa esculpida. Decía de él que era imposible encontrarlo sin la mirada brillante y la palabra adecuada, que jamás se equivocaba, que no se le había conocido torpeza alguna en la conducta ni mota de polvo en los zapatos. Era un hombre de éxito de nuestros días y tenía todo lo que proporcionaba el éxito: una casa con jacuzzi, antena parabólica y mandos a distancia para las persianas, un coche con control crucero, faros de bi-xenón y protección antirrobo volumétrica; un reloj sumergible hasta las mayores profundidades oceánicas, un teléfono móvil de máxima cobertura, el equipo completo de esquí y, naturalmente, toda una cohorte de admiradoras que suspiraba por compartir cualquier minuto de su tiempo. Era, según decían, el hombre ideal. Porque además, no bebía, no fumaba y tenía ese aspecto de aquellos a los que parece que la vida jamás ha hecho llorar y que, por ese motivo, tampoco quieren hacer llorar a nadie.

Sus cualidades eran tan evidentes que resultaba imposible negárselas… Yo se las reconocí también, desde luego, pero no logré que me cautivaran. En realidad, nunca supe si aquel hombre perfecto tenía alma, porque me perdí en otra mirada acuosa y por supuesto imperfecta cobijada en un rostro irregular, con sus días de sonrisa y sus días de llanto. Nunca supe si aquel hombre incuestionable tenía interés, porque me aburrió tanta previsibilidad y me fui a refugiar en el disparate. Nunca supe, en definitiva, si aquel hombre era o no un hombre de verdad, porque tanta maravilla me desganó, mientras me conquistaban para siempre las locuras y los errores, que llegaban en el mismo lote que las ternuras y los aciertos.

Nunca más me preocupé de saber sobre aquel hombre porque ya me había hecho suya la imperfección y sólo en ella me sentía auténtica. En esa imperfección bebí, fumé, prescindí, lloré, gocé, sentí… ¡sentí!.. Y decidí quedarme para siempre. Así aquel hombre perfecto desapareció de mi vida. No volví a verlo, o tal vez no volví a mirarlo y, claro, no lo conseguí. ¡Se me escapó! ¿Qué le vamos a hacer!


domingo, 1 de diciembre de 2013


Existen personas que invaden los ambientes de una forma extraña y que convierten los momentos en únicos e irrepetibles. Atraen, subyugan, inquietan, sin que nadie sea capaz de resistirse al envite de su fascinación. Hablar de la composición de ese magnetismo etéreo, de un concepto que se nos escapa de las manos, es tarea difícil puesto que,  aunque no tiene definición académica, lo cierto es que la magia se manifiesta en las personas de manera involuntaria y de nada sirve desearla o inventarla. Algunas mujeres poseen el encanto de una mirada o un gesto, su magia radica en una manera de moverse, en la sencillez de un vestido o en sus palabras, pero casi siempre esa sensación transciende en una actitud vital,  en un bien innato que se percibe de distinta manera según de quién venga y que es inútil de imitar. Y también existen otras mujeres mágicas que construyen día a día su propia vida con una varita, tal vez no emparentada con la seducción, pero sí con el esfuerzo y el compromiso.

Estamos marcadas por todo lo que hemos vivido. Los paisajes de fondo nos condicionan y hacen más fértiles nuestras biografías, pero son las historias propias las que potencian la realidad. Hoy, algunas feministas se cuestionan antiguos caballos de batalla como el aborto y glosan las virtudes de la maternidad cuando tienen a su primer hijo entre los brazos. Nada debe oscurecer la importancia del compromiso social de estas mujeres de las que todas somos deudoras, tan sólo indica que una nueva generación asume la posibilidad de hacer compatibles emociones y vindicación, y da un paso que va mucho más lejos de lo político. Son valores pegados a la tierra a los que no se quieren renunciar, como tampoco al hombre con quien compartir responsabilidades, a la armonía entre la pareja, a la ternura, al trabajo o la amistad. Es el nuevo "acuerdo social" entre hombre y mujeres.

Las mujeres somos multidimensionales, capaces de amar, de vivir y a dar la vida,  también de luchar, de sufrir y saber construir, de apasionarnos, y si bien es cierto que llegar a todo sin perder la identidad cuesta ingeniería y pasión, cada día sabemos más lo que queremos. Aunque conseguirlo, a veces, es casi un arte de magia.