Conocí una vez a un hombre de aquellos que la sociedad bautiza como impecables. Llevaba siempre un porte perfecto, la vestimenta impoluta, los cabellos inamovibles y la sonrisa esculpida. Decía de él que era imposible encontrarlo sin la mirada brillante y la palabra adecuada, que jamás se equivocaba, que no se le había conocido torpeza alguna en la conducta ni mota de polvo en los zapatos. Era un hombre de éxito de nuestros días y tenía todo lo que proporcionaba el éxito: una casa con jacuzzi, antena parabólica y mandos a distancia para las persianas, un coche con control crucero, faros de bi-xenón y protección antirrobo volumétrica; un reloj sumergible hasta las mayores profundidades oceánicas, un teléfono móvil de máxima cobertura, el equipo completo de esquí y, naturalmente, toda una cohorte de admiradoras que suspiraba por compartir cualquier minuto de su tiempo. Era, según decían, el hombre ideal. Porque además, no bebía, no fumaba y tenía ese aspecto de aquellos a los que parece que la vida jamás ha hecho llorar y que, por ese motivo, tampoco quieren hacer llorar a nadie.
Sus cualidades eran tan evidentes que resultaba imposible negárselas… Yo se las reconocí también, desde luego, pero no logré que me cautivaran. En realidad, nunca supe si aquel hombre perfecto tenía alma, porque me perdí en otra mirada acuosa y por supuesto imperfecta cobijada en un rostro irregular, con sus días de sonrisa y sus días de llanto. Nunca supe si aquel hombre incuestionable tenía interés, porque me aburrió tanta previsibilidad y me fui a refugiar en el disparate. Nunca supe, en definitiva, si aquel hombre era o no un hombre de verdad, porque tanta maravilla me desganó, mientras me conquistaban para siempre las locuras y los errores, que llegaban en el mismo lote que las ternuras y los aciertos.
Nunca más me preocupé de saber sobre aquel hombre porque ya me había hecho suya la imperfección y sólo en ella me sentía auténtica. En esa imperfección bebí, fumé, prescindí, lloré, gocé, sentí… ¡sentí!.. Y decidí quedarme para siempre. Así aquel hombre perfecto desapareció de mi vida. No volví a verlo, o tal vez no volví a mirarlo y, claro, no lo conseguí. ¡Se me escapó! ¿Qué le vamos a hacer!
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