viernes, 24 de enero de 2014

Secretos


Las hojas marrones caían de forma perezosa del viejo árbol bajo el que estaba sentado. Mi vista se perdía en el horizonte como la de cualquier otro caminante del parque en una tarde de otoño. Pero mi mirada ausente no era más que el disfraz de mi verdadero objetivo: ella. Esperaba cada tarde en aquel parque para verla en su regreso del trabajo a casa. Su caminar parsimonioso, sus largos pasos hipnóticos y el balanceo de sus caderas. Todos los días la esperaba sentado en un banco y la seguía luego hasta su casa. Después la observaba entrar, protegido por mi anónima existencia, y permanecía a la puerta con mi pensamiento inmerso tan sólo en su larga melena oscura de ondas suaves y caprichosas. Algunos días ella iba al cine o al teatro. O bien hacía alguna visita a amigos o familiares. Esos días mi alma estaba pletórica, me sentía profundamente dichoso por poder seguirla durante un rato más, sobreexcitado por poder contemplarla sin que ella percibiese mi presencia. Otras veces se quedaba en casa y lo único que yo podía hacer era quedarme allí, frente a su edificio, en el lúgubre dominio de la noche, observando su ventana e imaginando millones de escenas cotidianas en las que también su belleza destacaba como las estrellas que brillaban impasibles sobre mí. Y así me sentía feliz hasta que la luz de su ventana se apagaba. Entonces sólo vivía pensando en verla al día siguiente y me iba a casa para poder seguir contemplándola en mis sueños.

En alguna ocasión me planteé hablarle, tocarle, .... romper el frío espacio que nos mantenía distantes. Pero nunca encontraba las circunstancias propicias que la situación merecía .


Ella. Mi diosa. Mi musa. La protagonista de cada uno de mis pensamientos y la causa para que mi vida tuviese un sentido. Me llenaba de felicidad que un ser tan exquisito se hubiera cruzado en mi camino.


Por eso creí morir cuando en el trabajo me cambiaron al turno de tarde. Estaba hundido, desarmado, borrascoso. Ni tan sólo el combinado de tranquilizantes y antidepresivos que me receté consiguió hacerme recuperar la sonrisa. El vacío invadió cada rincón de mi cuerpo, lo exhalaba, incluso, por los poros de mi piel. Mi vida iba poco a poco consumiéndose por la falta del único nutriente que necesitaba para subsistir: ella.

O eso era lo que yo creía. Hasta que un día todo cambió. Me encontraba con mis compañeros de trabajo sentado en la mesa de la cafetería donde acostumbrábamos a ir durante los treinta minutos de descanso. Ellos charlaban animadamente. Yo sólo me dedicaba, como en cada minuto de mis días, a pensar en ella, a echarla de menos. Mi mirada vacía tropezó de pronto con unos brillantes ojos oscuros que me miraban fijamente. Una mujer sentada en una mesa cercana... ¡Era ella! Todo mi sentido de la realidad pareció esfumarse por un instante y, en cuanto me recuperé, desvié la mirada hacia la ventana. Mis largos meses observándola me habían hecho un experto en el arte del disimulo. Recorrí con mis ojos el local, intentando no aparentar el más mínimo interés por nada de lo que me rodeaba, y luego volví a mirar hacia su mesa. Ella seguía mirándome. Mi corazón latía frenéticamente y un principio de asfixia empezaba a instalarse en mi pecho. Minutos o segundos más tarde, ella sacó un papelito doblado de su bolso de mano y lo dejó sobre la mesa sin apartar ni un segundo sus ojos de los míos. Después se levantó y salió de la cafetería.

Respiré profundamente intentando sin éxito recuperar mi ritmo cardiaco normal y, tras excusarme ante mis compañeros, me dirigí a aquella mesa de la que ella acababa de marcharse. Cogí el papelito plegado y salí apresuradamente a la calle. Empezaba a anochecer y el horizonte era como un tapizado de colores calabaza. El aire de poniente me golpeó en las mejillas y fui recuperando el control sobre mí mismo, aunque me sentía aún algo frenético y desorientado. Y mi mano apenas se atrevía a mostrar el preciado tesoro que aprisionaba en su interior. Acaricié suavemente el pequeño papel como si fuera el mágico amuleto de una diosa que me protegía de todo mal. Lo miré ensimismado durante largo rato y luego empecé a desplegar el papelito con ternura. Suspiré largamente al tiempo que leía las letras plasmadas en cuidados trazos azules: "Te echo de menos. Echo de menos tu callada presencia y tu no declarada compañía en mis tardes solitarias."

De nuevo la sensación de asfixia se apoderó de mi pecho junto con un agobiante ardor en mis mejillas. Estaba aturdido y me sentía absolutamente estúpido y engañado. Ahora además sentía que acababan de arrebatarme mi intimidad, la intimidad de observar sin ser observado.

Aquella mujer horrible se había reído de mí. ¿Cómo había podido equivocarme tanto? ¿Cómo había idolatrado a una mujer extraña que dedicaba sus horas muertas a deleitarse persiguiéndome sin tregua? La despreciaba y a partir de entonces sólo supo de mí por una única y escueta nota de despedida que deslicé en su buzón.
Continué mi existencia terriblemente desencantado y traumatizado por lo sucedido. Aunque, hoy por hoy, me alegro de haberme dado cuenta a tiempo de cómo era aquella mujer realmente. Habría sido un fatídico error mantener una relación con tal desequilibrada creyéndola mi alma gemela.


Y gracias a aquel desengaño he tenido la oportunidad de encontrar a mi verdadero amor, que algún día formará parte de mi vida. Un auténtico ángel terrenal al que cada tarde tengo el placer de observar furtivamente en el autobús camino del trabajo.




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