miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tiembla Tokio


Rechista la Tierra y protesta en Tokio, como si aquel lugar fuese el culpable de que tú y yo ya no estemos juntos nunca jamás. Se apagan las luces de casa y por arte de magia se vuelven a encender antes de que yo alcance la vela, se me cae el pelo a trozos y saco la escobilla para barrer lo que queda de nosotros. Los azulejos se tornan más grises que de costumbre, la luna se tapa con nubes, el cielo se agarra al negro y mi recuerdo se niega a soltarte una vez más. Tiemblan los tobillos de las mujeres que hoy calzan tacones, se corrompen las rodillas, el estómago rechista y mi pecho late fuerte al ritmo que cuenta el principio de los cuentos bonitos que no terminamos. El tocadisco escupe polvo, los libros se sortean espacios pequeños en una estantería endeble, la caja tonta admite ser más lista que ayer y la manta de cuadros pide a gritos que vuelvas y me abraces fuerte. Tiembla Tokio entera, de pies a cabeza, y tiemblo yo con ella mientras prometo que en este mundo benévolo yo no volveré a echarte de menos.



 

martes, 25 de diciembre de 2012

En este momneto...


En este momento, en el amor, todos tenemos una cierta tendencia a la calderilla. El hombre es difícil que se disponga a vivir una gran historia de amor. Las grandes amantes son siempre mujeres. Parece que el alma de los hombres está dividida en compartimientos estancos. Ellos dedican un trocito del alma a la profesión, un trocito a los amigos, otro al amor. La mujer es capaz de abrir las puertas de su casa y dejar entrar la pasión, que la deslumbre, atosigue que la lleve y que la traiga que la eleve al séptimo cielo y luego la hunda en el séptimo infierno. Las mujeres dicen que somos más sensibles para la felicidad, pero también para la tristeza. Así son las cosas, mucho ojo con nuestra inteligencia emocional, sino queremos terminar siendo las protagonistas de un culebrón sentimental, típico de telenovela.

Dicen que es muy difícil saber cuándo se siente amor por una persona. Y para evitar confusiones proponen que no se use la palabra amor sino querer. Te quiero ¿para qué? ¿para viajar juntos? ¿para ir al cine? ¿para cenar en el restaurante de moda? ¿para reírnos de las mismas cosas?, o ¿para compartir toda una vida contigo?. Hay tantos tipos de amor como ganas de hacer cosas con la otra persona. Tal las cosas, la verdad que más que una declaración de amor lo que hay que exigir es una declaración de ganas y es que la palabra amor se ha vuelto equívoca. Lo mismo vale para un barrido que para un fregado.

Hay una nutrida serie de sentimientos a los que etiquetamos con ese término. Por ello a menudo nos entregamos alegremente suicidas en los brazos del azar y de las intermitencias cardiacas, eso que ahora llaman química del amor, manos sudorosas,  palpitaciones, nervios... sin duda es una expresión acertada. Cuando estamos enamorados se provoca en nuestra mente una cascada de reacciones emocionales: hay electricidad (descargas neuronales) y hay química (hormonas y otras sustancias que participan). Ellas son las que hacen que una pasión amorosa descontrole nuestra vida y ellas son las que explican buena parte de los signos del enamoramiento: somos capaces de cometer locuras, pueden dejar fuera de combate a nuestra lucidez mental y paralizar nuestro cerebro, pero.... se es tan feliz...


 

viernes, 21 de diciembre de 2012

Quiérete mucho


Dicen los entendidos, que, en realidad, no somos como creemos ser, sino como nos ven los demás. Es decir, que el espejito que nos devuelve la imagen suele estar construido con nuestros sueños, deseos, frustraciones o imposibles. Grandes dosis de valor cuesta aceptar que no somos Valeria Mazza por mucho que nos decoloremos el pelo a base de “patch”, que jamás escribiremos como Marguerite Duras aunque encontremos el mejor adolescente chino como amante, y que Carolina de Mónaco de pastorcilla “made in Saint Rémy”, seguirá siendo princesa, y nosotras vestidas de florecitas de la cabeza a los pies sólo podemos dar el pego de aldeanas rústicas.

La vida tiene estas injusticias, y ya nadie pretende cambiarla a estas alturas. También dicen los entendidos que la clave está en la autoestima, en saber valorarse, y prueba de ello son los miles de manuales-guía para iniciados que regalan fórmulas mágicas tipo “estoy bien, muy bien”. Esa sociología de masas basada en que si te repites muchas veces un concepto (por ejemplo, lo mucho que te quieres), acabarás lográndolo (es decir, queriéndote), a veces hasta funciona. Pero cuesta fe ciega, tiempo e incluso dedicación.

Es cierto que muchas veces cuesta quererse así, a la brava, sin hacernos concesiones. Es difícil encontrar en una misma un poco de dignidad cuando el novio te ha prometido la luna en forma de escapada de fin de semana, te deja plantada en el aeropuerto sin billete ni maldito localizador. También es duro recuperar la compostura cuando tu mejor amiga te presta el jerséi de hace dos temporadas para que triunfes en la noche de tu primera cita. Aquí, además de autoestima, se necesitan unas espaldas anchas para evitar que la ira solidifique en forma de rencor, y tampoco es sencillo afrontar que los vaqueros no han encogido despiadadamente, sino que todo es culpa de los hidratos de carbono que de manera incontrolada se han instalado en tus caderas. Y qué decir cuando nos toca reconocer que no somos tan maravillosas, tan únicas, sublimes y “la mujer soñada” que creíamos ser (aunque él repita la frase durante meses hasta la saciedad), y llega el día en que, a modo de despedida, nos sueltan de manera fulminante: “Piensa que todo fue un sueño”.

Es fácil caer en las redes de las palabras, pero es más complicado escapar del engranaje de las ideas. “El encanto de la imperfección”, sólo tiene un secreto para quererse y vivir en paz: aceptarse como son, con sus miserias y sus grandezas, sus tipazos y sus narices descomunales, sus soledades, inseguridades y desvelos, y ser únicamente ellas mismas. No lo que los demás quieren que sean. De nada sirve maltratarse e intentar ver en qué una se ha equivocado, o analizar el por qué somos víctimas de tantas mezquindades. Existe el derecho a la autoindulgencia y el permiso para no ser perfectas. Y, sobre todo, saber que no siempre se cumple la ley de Murphy, aunque exista un libro entero que haga escapar sonrisas a los más escépticos, y que no necesariamente todo lo que puede ir mal y lo que va mal, empeora. Sino que, a veces, incluso se arregla. Queriéndonos más. Seguro.


 

domingo, 16 de diciembre de 2012

De madrugada...


A veces me canso de estar todo el día con el corazón en blanco y la lengua cargada de sutilezas para saber qué decir y cuándo decirlo. Para no meter el dedo en el sitio equivocado, tú ya me entiendes. Creo que los humanos deberíamos de ponernos las cosas fáciles, no complicarnos ni tan siquiera en las conversaciones, porque el poder de la mente luego es mortal y acabas bajo la luna rota a las tres de la mañana de un domingo sin poder dormir, sin poder cerrar los ojos, sin poder apoyar la frente en la almohada y sentirte respirar a salvo. No quiero más connotaciones negativas en mis cuentos, no quiero más flechas apuntando a mi nuca cuando aún no me di la vuelta, no quiero sentirme incómoda sin saber qué decir, ni dónde poner la boca, cuando ya es medianoche y yo sólo quiero que me abracen fuerte y me llenen el corazón de nubes con tequila para poder volar un rato.

 

sábado, 1 de diciembre de 2012

Yo fuí una vez a un psicoanalista

Yo fui una vez a un psicoanalista. Sé que no tiene nada de extraordinario, pero, por favor, sigue leyendo, dame la oportunidad de contar por qué fui y por qué deje de ir. Yo fui a una psicoanalista porque estaba triste y lo que yo quería era ir a un sitio, contar mi rollo, que me dieran unas cuantas pastillas y a otra cosa. Pero como soy muy influenciable fui por ahí como alma en pena contándoles a unos y a otros mi problemática: "Estoy triste y quiero ir a un psicólogo para que me quite pronto este nubarrón que se cierne sobre mi carácter, ayer tan alegre, tan cascabelero. "Unos me decían:

- Aguántate, sale más barato. A l fin y al cabo ¿no es la tristeza la actitud más lúcida en este siglo de valores derrumbados y caos ideológico?

- Bueno, lo mío, decía yo, es más personal. No es un problema de la humanidad, de momento. A no ser que me vuelva loca y empiece a matar gente, que siempre es una posibilidad que queda abierta.

Otros me decían:

- Eso es falta de vitaminas.

Otros:

- ¿Has probado el prozac? Dicen que Woody Allen ha dejado a su psicoanalista y le salen mejor las películas desde que se automedica con prozac.

Hasta que una amiga psicóloga me dijo que debía ir a una psicoanalista, porque lo mío no era una tristeza momentánea, que a mi se me veía a la legua que tenía cuentas con el pasado, traumas, complejos...en definitiva: taras.

- No hay más que verte, me dijo mi amiga, echándome una mirada completamente de soslayo.

Yo le dije que, si no era mucho pedir, preferiría un hombre, un psicoanalista, porque yo con los hombres me sincero mucho más. Es una de las taras que tengo.

Pero mi amiga se negó, dijo que lo primero que debía hacer era romper ese prejuicio que yo tenía hacia las mujeres.

- Si no es prejuicio, es que ya que voy a pagar... pues prefiero un hombre.

Pero yo siempre hago caso, así que acabé yendo a una psicoanalista. Iba a las cuatro de la tarde, una hora fatal, porque a esa hora, después de comer, a mi me bajan las constantes vitales a cero, es más si un día decidiera suicidarme lo haría después de la siesta, porque yo la siesta es que no la perdono la he dormido siempre, en el colegio, en el trabajo, o depilándome. Lo juro.

A mi psicoanalista le pasaba lo mismo, y qué ocurría, que le picaba fernandillo. Natural. Ahí estaba yo contándole mis problemas amorosos, que eran tan aburridos como los de todo el mundo, y a la psico la barbilla se le descolgaba como a los viejos de los pueblos en el bar. Yo, siempre he tenido mucho sentido del espectáculo, el sentido de que al espectador hay que mantenerlo atento y en vilo, sufría mucho con la modorra de aquella mujer, y como esa gran profesional que soy, no me tomes a mal, me propuse sacarla de los brazos de Morfeo, y le contaba cotilleos de la gente "bien", que era donde yo, me movía entonces, anécdotas cachondas que había oído o había presenciado, y de vez en cuando intercalaba alguna de mis tristezas, dándole así una de cal y otra de arena. Ella quería mantenerse sería pero a veces no podía y lo pasaba muy mal, porque no está bien que los psicos demuestren sus emociones.

El caso es que una tarde que estaba más triste que nunca, me descubrí camino de su consulta pensando en qué contar para que no se me durmiera. No se me ocurría nada, y lo que es peor, aquella tarde no tenía ganas de ser simpática. Por otra parte, pensé en lo absurdo que era que me sintiera en la obligación de hacerle pasar un buen rato cuando era yo la que pagaba la función. Me pudo el sentido del espectáculo, cuando iba a entrar en su portal, decidí que no volvería.

- Pero si eres tú la que pagas, me dijo mi amiga, el paciente puede soltar el rollo que quiera.

- Un respeto, le dije, yo no soy una paciente: soy una cómica.

Así que seguí el consejo que me había dado el otro amigo: me aguanté. Me aguanté con mis penas. Me aguanté, me aguanté y pasó el tiempo. Y, oye, milagroso, se me acabó pasando.