martes, 10 de septiembre de 2013
La herida
Tengo la piel de buena calidad. No recuerdo haber sangrado mucho. Ni de niña. Todas las heridas cierran sin dar lugar a una cura. Y aunque aquélla era una herida grande, de bordes desiguales, cerró tan pronto como las otras. No hubo cura previa.
Se fueron posando bajo la piel miserias y daños. Al mínimo roce, brotaba la sangre sucia. Y volvía a cerrar. Y volvía a abrirse. Y se acumulaba más y más podredumbre. Llegó a dañar tanto el tejido que la rodeaba, que dejé de reconocerlo.
La ignoré, primero. Intenté adormecer el dolor, más tarde. Y por fin, en un arrebato de valentía nada característico en mí, decidí atajar aquello. Muerta de miedo, bisturí en mano, la abrí de un corte limpio. Y empezó a salir todo lo que se había acumulado a lo largo del tiempo. Dolía el brotar de la sangre. Pero también liberaba de la presión. Y, pese al miedo, no permití que cerrara. La limpié con sal, prometí cuidarla, la llené de besos.
Luego el tiempo y los cuidados fueron haciendo su labor. La piel se volvió a unir sobre lo que, ahora sí, era carne sana.
Ahora, cuando paso la yema del dedo por la cicatriz, aún tierna pero firme, recuerdo el dolor, las curas. Pero, más que nada, recuerdo el miedo a que nunca pudiera cerrarse.
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