viernes, 31 de enero de 2014

Fumar es un placer


Era casi la una y media de la tarde, cuando logré salir del banco. Si me daba prisa, aún podría llegar a la tienda de la esquina y comprar los carretes. Repasé mentalmente la lista: los billetes, las libras, pasaporte, tiritas, mapa... Sí, sólo faltaban los carretes de fotos. 
De camino, alguien se acercó y me pidió un cigarrillo. Por la premura de tiempo, casi sin levantar la vista de mis pies, dije que no tenía, pese a ser una fumadora compulsiva que no lleva, jamás, menos de dos paquetes en el bolso. 
Pero ¡ay!, en un descuido, se me fueron los ojos hacia aquel hombre casi al tiempo en que él, satisfecho por mi contestación, proseguía su camino en dirección contraria a la mía. Y digo ¡Ay! Porque me quedé embobada. 
En cuestión de dos segundos me planteé: las fotos o él. Escogí lo segundo. 
Cambié de rumbo y me dispuse a seguirle sin un objetivo concreto. 
Anduvimos, él delante y yo pegada detrás, durante tanto tiempo, que tuve que empezar a plantearme si también debía elegir entre preparar el equipaje y él: e incluso, entre Londres y él. 
¿Qué como era él? 
Probablemente, aunque lo intentara, no podría explicarlo. Sólo sé que , sin razón, se había adueñado de mi mente. 
De mi mente, pero no de mis pies que, después de varias horas de marcha, dijeron: ¡hasta aquí hemos llegado! 
Pensé: Es el momento, ahora o nunca. Le di un toquecito en el hombro y le dije: ¡Tengo tabaco! 
Era verano, hacía muchísimo calor, más si contamos que ya serían, minuto arriba, minuto abajo, las cinco de la tarde. No había ni un alma en la calle; bueno, había dos, la suya y la mía. 
Él se sorprendió. Miró a un lado y a otro. No vio a nadie. Me cogió de los brazos y me apoyó violentamente contra la pared. ¡Dios mío!-pensé- Él había sentido el mismo impulso hacía mí. 
Sacó una navaja y la acercó-eso sí, con mucho cuidado- a mi costado. 
Yo no podía parar de mirarle con cara de tonta y sin articular palabra, mientras él se alejaba corriendo, calle arriba, con mi bolso, mis libras, mi billete, mi mapa. Mi pasaporte y mis tiritas. 
Sólo me dejó un cigarro que él mismo encendió y puso entre mis labios. 
Todavía, hoy, guardo esa colilla.


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