jueves, 11 de diciembre de 2014

Bidbi-babi-dibú


Acompáñenme, por favor. Vamos a situarnos en una escena de la Cenicienta, la película de Walt Disney. Cenicienta llora desconsoladamente en un jardín porque las pedorras de sus hermanastras le han destrozado el vestido con el que pensaba ir al baile de Palacio... De pronto aparece el hada madrina más insólita y divertida de la historia de la imaginación: sobrada de kilos, ancianilla, despistadísima y jovial. Y para “desfacer” todos los entuertos que tienen a Cenicienta completamente depre, el hada madrina entona un encantamiento surrealista a tope... Yo creo que aún no había mudado de dientes cuando vi la película por primera vez y, sin embargo, jamás he olvidado la letra de aquella tonadilla tan pirada como pegadiza: “Machicabula, caramandula. Bidibi-babi-dibú/ yo hago milagros con esta canción/Bidibi-babi-dibú”... Y ¡chas!, luego viene lo de la calabaza convertida en carroza, los zapatitos de cristal, Cenicienta-encuentra Príncipe y todo lo demás que nos sabemos de memoria.

Cuando el año, cualquier año y cualquiera que sea la edad que tengamos, llega a estas alturas de la Navidad, pasan un montón de cosas. Quizá las más importante y honda, para miles de millones de personas, es que celebramos el misterio insondable del Nacimiento del Hijo de Dios. Y digo “celebramos” sin agarrarme a la palabra como tópico, sino como realidad de gratitud, esperanza y cosquillas de alegría en el alma.

Pasa también que hasta los más incrédulos sacan una cierta fe de donde pensaban que ya nada existía. Y creen de nuevo, aunque sea por breves horas, en la bondad, la fraternidad, la inocencia y los Reyes Magos. Tampoco me parece a mí un ejercicio como para quedarse con la lengua fuera, porque a una Humanidad que traga con adivinos, videntes, echadores de cartas, tarots y horóscopos varios. ¿qué trabajo le cuesta soñar por una noche con los Reyes Magos o con quienquiera que, revestido con el manto de armiño del afecto, haga de rey mago para uno?...
Ocurre otra cosa: a estas alturas del año, casi todos tenemos la piel del corazón como el vestido de Cenicienta tras el arrase de sus hermanastras: un roto de desilusión por aquí; un desgarrón de cansancio por allá; un agujero de fracaso por acullá; una mancha de contrariedades en el codo... Porque sí: porque han pasado once meses desde la última Navidad y parte de nuestras buenas intenciones se han ido por el sumidero de la rutina, el genio endemoniado, ese dolor de espalda que nos irrita o la falta de colaboración del prójimo, que es un plasta, en el cumplimiento de nuestras buenas intenciones. Y, de pronto, entre villancico y villancico, suena el eufórico “¡Bidibi-Babi-Dibú!”... Yo no sé por qué, ni tampoco voy a pararme a averiguarlo, no sea que rompa el encantamiento pero, ahora, en este tiempo navideño, el primer prodigio se produce en nosotros mismos y todos nos convertimos en hadas y hados madrinas/os. O así podría suceder a poco que lo intentásemos. Si la gorda y turulata hada madrina de Cenicienta puede transformar a los ratones en elegantes lacayos, ¿qué no podremos conseguir nosotros, tan guapos, tan altos, tan sin mocos, y tan inteligentes y brillantes?.

Difícil no es, desde luego. Dejando aparte la fórmula del encantamiento, “machicabula, caramandula...”, etcétera, ¿ de qué está hecha una varita mágica lista para proporcionar un poco de felicidad al personal?. Lo primero, para ser un hada/hado madrina/o como mandan los cánones, es conocer de verdad lo que anhela aquel que está aguardando la magia como agua de mayo, como agua navideña, en este caso. Eso, claro, exige saber mirar, escuchar, oler, intuir y, sobre todo, querer, querer mucho. Si la varita mágica está hecha, fundamentalmente, de amor no habrá errores y no acabaremos regalándole un pingüino a un esquimal o un costurero a un coleccionista de sellos, que pasa, ¿eh?. Si al afecto se unen la imaginación y la alegría, me parece que el asunto está chupado. Tiene que haber sorpresa y risas en estos días. Entregar una pulsera de perlas con cara de funeral de tercera u ofrecer la enésima corbata con lunarcitos al tío Alberto, que ya está pensando en poner un tenderete en el Rastro para vender su stock de corbatas con lunarcitos, es hacer un pan como una torta. Es, sobre todo, confundir la generosidad con el dinero. Que, ¡manda narices!.

Este es tiempo de prodigios. Tenemos por delante doce meses para que el traje del corazón vuelva a ponerse guarro de lamparones, inevitablemente. Pero, de momento, que nos quiten lo bailao y, sobre todo, lo navidañeao... Que no nos lo van a quitar, oigan. Por cierto: ¿se han probado el gorro puntiagudo de hada madrina ante el espejo para ver que tal les sienta? ¡Pues no sé a qué estamos esperando!


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