domingo, 3 de marzo de 2019

Sin fecha de caducidad


Aparece de súbito y suele cogernos por sorpresa.  El verano está hecho para deslumbrar, para vivir, para soñar. Solemos renovarnos en verano, cuerpo y mente al sol, ya también de enamorarse sin medida, encaprichadas por un mar y con todas las horas del mundo para gastar a placer. Parece que nada es imposible o efímero, y es cuando los deseos toman forma y sabor a conocido, nos descubrimos distintas e incluso a veces nos lanzamos a vivir sin aliento, ni límites, ni protección. Solemos también desperezarnos de las formas convencionales y abandonamos de repente esa máscara, más o menos afortunada, con la que nos andamos protegiendo de los demás, e incluso de nosotras mismas. El ocio nos induce a dejarnos llevar, a ser de verdad.

Tengo una amiga que ha hecho añicos esa máscara de tragedia griega y a sus treinta y ocho años ha descubierto que su reloj biológico se acopla perfectamente al de su pareja, que tiene sólo veinticinco. Sus mañanas han recuperado el sabor a rocío fresco y ha cambiado su crema nutritiva por grandes dosis de cariño sin adulterar.

Cuando se conocieron tuvo que luchar para sacarse de encima el complejo de profesora aventajada, pero pronto se dio cuenta que en el aprendizaje de la vida poco tiene que ver la edad y que existen razones incomprensibles para que la magia del amor nos lance por caminos frondosos, desconocidos, a los que antes le habíamos negado el paso. Qué poco cuentan en eso de la pasión el sentido común y las explicaciones argumentales o repletas de razón. El amor no atiende a frases grandilocuentes, ni a fechas de calendario, ni luce marca de caducidad. El verdadero tiene la cualidad de hacernos sentir libres, por encima de prejuicios sociales y de malintencionados que buscan sin tregua (y no suelen hallar) la felicidad. Tampoco sabe de clandestinidades ni citas furtivas que lo indignifican, ni vive de promesas y de palabras huecas. Ni de vacío y soledad. Sencillamente, es,  sabe a miel y roba las horas al destino.

Ellos se reconocen amantes y construyen con la ingeniería de los sentimientos su futuro. Tampoco ella se plantea que sea la “última conquista”. Amar a un hombre más joven significa romper esquemas preestablecidos y recuperar la autoestima con muchas dosis de valor. Ya no puede estar mal visto o ser motivo de cuchicheos. Los prejuicios sólo pueden quedarse en el cajón de la memoria, de tiempos de censura y de incomprensión. Por eso ella le ha puesto nombre y apellidos al deseo y se ha olvidado de los números. En su particular paraíso, su verdadera conquista son los sentimientos. La última vez que la vi, me contó que jugaban al escondite por las esquinas de sus cuerpos y se reconocían las almas. Supe entonces que ya había hecho añicos su carnet de identidad.


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