lunes, 12 de mayo de 2014
El inmaduro sentimental
Es como un virus que se cuela en tu disco duro de las emociones y lo deja para el arrastre. Y lo peor es que no hay un Bill Gates que haya inventado un sistema eficaz para detectarlo. No provoca el respingo del feo, ni la náusea del machista, ni el aburrimiento del ególatra. Puede ser un tipo encantador, sin números rojos en el banco ni historial psiquiátrico en el Insalud.
De ésos que ayudan a las abuelitas a cruzar la calle en el semáforo, jamás se rascan la entrepierna, están al tanto de las subastas de Sotheby´s, y tienen sus propias ideas sobre la redistribución de la riqueza en el planeta. Cualquier incauta, tras el conocimiento de la pieza, no duda en gastarse la paga en una ampolla de litro de retinol, un curso intensivo de aeróbic, algo de lencería fina y un fondo de armario de urgencia a fin de cambiar su imagen tras una probable etapa de hibernación sentimental.
Pasadas unas cuantas etapas en las que todo parece perfecto, en las que la perspectiva de compartir algo más que el taxi derrite la simulada actitud de indiferencia de ella, zas, el impostor sentimental pone la primera banderilla sobre el lomo de la víctima. Un buen día el caballerete asegura que la llamará el fin de semana para comer en un pequeño restaurante italiano. Ella, emocionada, se instala el viernes noche con su mascarilla de pepino y su faja adelgazante en la butaca pegada al teléfono. Y ahí sigue durante la carta de ajuste que despide un alineante domingo televisivo, preguntándose si la culpa la tiene el nuevo tinte o el haber expresado que le chiflan los pestiños.
Le sigue alguna noche amor reparador, rematada con huida poscoito pretextando una jornada laboral infernal. Un “ te quiero, chata, pero mi vida es muy complicada”.
La pobre no sabe que el inmaduro sentimental ha empezado la retirada. La ominosa idea de entablar una relación en la que pueda acabar enjaulado en una adosado luciendo el chaleco de ganchillo tejido por su suegra le provoca oleadas de angustia, un pulso errático y la evidencia de que existen más mujeres ahí afuera. Deja puesto el contestador y listo. La damnificada puede llegar entonces a extremos de demencia transitoria: espiar su ventana detrás de un árbol convencida de que hay otra, llamar a su trabajo haciéndose pasar por Curro para preguntar con quién irá a Puerto Vallarta o someter a un interrogatorio a los testigos de su amor evanescente. En inútil. Si el pollo es acosado es probable que, aterrado, opte por encadenar una sarta de mentiras que ni el más avezado de los políticos la víspera de la jornada de reflexión.
Los hay que, a base de sadismo, dejan que sea ella quien tome las de Villadiego. Algunos prefieren seguir un método de deshabituación progresiva. Y otros se esfuman sin más. Sea como sea, espera que la mujer que les ama adopte el rol de madre, terapeuta o mejor amiga. Nunca el de amante.
Llegado a este extremo, en el que la cosmética y los trapos se han llevado el presupuesto anual, en el que el cerebro está hecho puré de tanto hacerlo girar sobre sí mismo, y el amor propio está para cogerlo con pinzas, hay que tomar una decisión. La más inteligente, según nueve de cada diez terapeutas encuestados, es dejarlo correr sin pensar ni un minuto en lo que podría haber sido y no fue. Tomárselo como si se hubiera pasado una temporadita con el gran Houdini. Fue él mismo quien pidió ser atado y una vez concedido el deseo, desapareció.
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