Llevaban siglos reencarnándose juntos. Hubo vidas en las que él fue el padre y ella la hija. Otras en las que ella fue el marido y él la esposa. Incluso hubo una vez de infausta memoria en la que fueron hermanos siameses.
Lo importante es que siempre habían estado juntos.
En aquella vida algo salió mal. Él era lama tibetano y ella pastora en Anatolia. Desde niña ella sintió que algo le faltaba y cuando ese anhelo desconocido se hacía demasiado apremiante, salía de la cabaña y se sentaba en una roca mirando hacia el oriente y sólo eso la calmaba un poco.
A los quince años la casaron con otro pastor de un pueblo vecino y ella pensó que el matrimonio borraría esa insatisfacción que tenía desde niña, pero la insatisfacción no hizo más que crecer. Era como una voz interior que le dijera a todas horas que en otra parte existía otra vida.
Su marido no era mala persona y aceptaba que le habían casado con una mujer un poco peculiar. La dejaba con sus manías. Ordeñaba bien, no miraba a otros hombres y se podía comer lo que cocinaba. Peores mujeres hay en el mundo.
Una noche de otoño ella sintió crecer el anhelo por ese algo desconocido. Era como una bola en su estómago que le impidiera respirar. “Salgo un momento fuera”, le dijo a su marido.
–¿A estas horas?
–Me ha parecido oír un ruido. Tal vez un lobo esté acechando a las ovejas.
–Bueno, pero no tardes. Tengo ganas de cenar.
La luna llena brillaba en el cielo. Echó a andar hasta las dos rocas graníticas que marcaban el borde del prado. El viento ululaba y la llamaba por su nombre. Cuando hubo llegado donde las rocas le pareció que lo más natural era seguir andando.
Pasaron cuarenta años. Ahora hablaba tibetano, sabía ordeñar yaks, conocía varios ritos tántricos, su cabello estaba blanco y ya no sentía ningún anhelo. Entró en la cabaña. Su marido estaba sentado a la mesa.
–Has tardado bastante.
–La noche estaba tan agradable que me olvidé del tiempo. Me puse a andar y me alejé demasiado.
–Está bien. ¿Podrías preparar la cena? Tengo hambre.
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