lunes, 23 de noviembre de 2009

Te voy a decir cuatro cosas

George Herbert escribió que quién no es guapo a los veinte años, ni fuerte a los treinta, ni rico a los cuarenta, ni sabio a los cincuenta, nunca será guapo, fuerte, rico o sabio.

Lo decía allá por el siglo XVII, antes de la institucionalización del cinismo como virtud de intelectuales, y por eso la frase adquiere aún mayor peso. Lo que hubiese podido ser una “boutade” más de Oscar Wilde, en Herbert es casi un dogma, un pensamiento que parece esculpido en roca para enseñarlo en las más elitistas universidades del mundo en estos años de principios del siglo XXI.

Vivimos tan deprisa que no nos queda tiempo para especular con la idea de que la renuncia forma parte de la vida, que no es posible, ni obligatorio, tenerlo todo. A toda prisa, a los veinte queremos ser ricos y a los cincuenta seguir siendo guapos. Ser sabio importa menos, y la fortaleza se identifica con poder, se confunde fuerza con capacidad de decisión. Guapo, fuerte, rico, sabio…. Sólo falta añadir inmortal.

Pero, ¿qué es ser guapo, en qué consiste ser fuerte, cuál es la medida de la riqueza y para qué sirve la sabiduría? Y, además, ¿qué importancia tiene todo ello si de sobra es sabido que la mayoría de los sueños no se cumplen, se roncan?

Ser guapo es una apreciación ajena, tan subjetiva que es imposible definir por nosotros mismos . Cuerpos de diseño, encanto y belleza son conceptos temporales que varían con las épocas y con cada espectador, de tal manera que a unos les parecemos guapos (a las madres casi siempre) y a otros no, sin que se pueda establecer razones ni para lo uno ni para lo contrario. Y ello sin mencionar el hecho de que muchos son quienes mejoran con la edad y pasan de muchachos anodinos a maduros atractivos y de jovencitas insípidas a mujeres de bandera.

La fortaleza sólo tiene valor en la medida que se identifique con la salud porque los músculos son agua cristalizada que se destila a fuerza de pereza. Desde que se inventó la pólvora se niveló la fuerza, decía mi abuelo porque no entendía bien los avances de la tecnología. Ahora habría que decir que desde que se inventó la informática la fuerza está en las autopistas de la información por las que circulan los datos necesarios para acallar al más sobrado. Los gimnasios se llenan de cuerpos musculosos mientras en los despachos se llenan los discos duros de información inteligente. No hay que darle más vueltas: a cierta edad, la cuestión no es mantenerse fuerte ni siquiera sano; se trata tan solo de escoger una enfermedad que sea agradable de quien la tenga que sufrir.

Por no hablar de la riqueza. No sé qué es ser rico. Seguramente tendrá que ver con aquello de que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita. Cada cual tiene su opinión al respecto, uno o mil millones, agua para la sed o caviar para el desayuno; pero en general podría aceptarse como válida la afirmación de que se es rico cuando se dispone de lo suficiente como para que el dinero deje de tener importancia, se deje de pensar en él. En todo caso, el dinero no da la felicidad, se limita a aplacar los nervios y ayuda a mantener la salud y a disimular imperfecciones. Pero hay que tener mucho cuidado con él: si la ambición se convierte en enfermedad, lo que resulta bastante frecuente, no sólo es malo para la salud sino que se avejenta, debilita y resalta la escasez de sabiduría. En un mundo tenso y exigente, competitivo, un poco de filosofía oriental no viene del todo mal.

Ser sabio, por último, no es cuestión de edad, sino de experiencia. Aprender a vivir sin preocuparse por ser guapo, fuerte, rico o sabio, es la única receta frente a un universo de consignas e imposiciones que pretenden apresarnos entre la angustia del tiempo y el estrés de la convivencia, como si lo importante fuese agradar a los demás en lugar de estar a gusto con nosotros mismos.

Herbert era un cínico que se adelantó cuatro siglos; pero de los adelantados, como de los listillos, lo mejor es escapar para sentirnos libres de mostrarnos tal cual somos, que tampoco es mucho, para qué engañarnos. Pero si nos gustamos, ¿qué importa nada? Que no tengamos que darle la razón a Margaret Millar cuando escribió que la vida es algo que sucede mientras hacemos otros planes.

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