Es muy pronto por la mañana. Salgo al calle. Viento loco. Las olas salpican el malecón, los árboles se bambolean, el pelo se mete en la boca. Voy camino de un café con leche y dos periódicos desafiando toda lógica que aconseja coger coche o quedarse en casa hasta que amaine. No importa. Tengo ganas de oler a sal, de dejarme empujar con el aire. Y de pronto le vi. Mejor dicho supe que era él, subiendo a un coche y arrancando en dirección a mí.
Aparté el pelo de la cara. Me lo volví a poner. ¿Me escondo detrás de ese camión aparcado?. Dejé que el pelo tapara mi cara. Pasó a metro y medio. Diría que me ha visto. Diría que su coche también titubeó. ¿Giro a la derecha? ¿le hablo?. Por un momento, su coche fue a paso de hombre que quiere pararse y mis pulmones contuvieron mi aliento. Pero mis piernas siguieron dirigidas por el viento, llevándome lejos, y sus ruedas aceleraron mi fuga en su recuerdo.
¿Y que?. Que a veces te encuentras con alguien sin quien un día pensastes morirías y ahora es justo un fugaz titubeo, ¿me paro? ¿no me paro? Y cuando percibes que sigues caminando como si tal cosa en sentido contrario, alguna cosa allí dentro te dice que una vida es muchas vidas sucesivas, un libro de cuentos con prólogos y epílogos y páginas perdidas, tal vez gastadas a fuerza de releídas que los enamoramientos son volubles, frágiles, falsos, circunstanciales, que aquel “para siempre” se lo llevó el viento, y que el olvido es una nueva vida. Dicho cual: ¿Por qué cuesta tanto borrarlo...todo?
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