Yo era un asesino normal y corriente, un asesino honrado como el que más, de buena familia y bien aposentado económicamente. El típico asesino, vamos. No mataba más que por placer.
Bueno, he de reconocer que por ociosidad también cometí un par de docenas de crímenes, pero nada más. Solía escoger a mis víctimas por el color de las bandas que llevaran en sus calcetines. Sí, ya sé que suena ridículo, pero odio tremendamente los calcetines blancos con bandas verdes zigzagueantes. Tampoco soporto los que llevan doble barra azul, me parecen muy vulgares.
Pues bien, fue el 24 de septiembre cuando cometí por primera vez un fallo en mi modus operandi. Normalmente, degollaba a mis víctimas con los pulgares (enguantados, por supuesto, para no dejar mis huellas dactilares), viéndolas de frente para paladear esa sensación de pánico que una persona adopta cuando sabe que tiene la muerte cerca, cuando está a punto de dejar de respirar. Sí, justo antes de convertirse en un colgajo de piel, carne y huesos, de humeantes y fétidos intestinos que se aflojan para verter su contenido descompuesto por la pernera del pantalón. Después, los metía en una bañera, y los tapaba con un plástico de los de guardar trajes grandes, de arriba a abajo. Posteriormente, buscaba algún objeto afilado de la casa de la víctima y lo acuchillaba hasta que su cuerpo no fuera más que un puzzle macabro de trocitos de carne y hueso. Para acabar, metía su contenido en bolsas, y los donaba a un centro de ayuda a los necesitados, haciéndolos pasar por carne de caballo fresca. Bueno, tengo que decir aquí que mi negocio es una carnicería especializada en ese tipo de carne. Todos los vecinos me conocen, y saben que soy alguien de fiar, así que nunca me han preguntado nada acerca de la procedencia de la carne.
Será porque tengo cara de buen tipo, je je je. La vida me trataba bien, así que no tenía por qué dejar de sonreír. Era feliz, mataba a quien me apetecía, y dejaba las cosas de tal forma que parecía algún tipo de secuestro, o desaparición por motivos de viaje. Así que nunca estaban alertados sobre mi presencia, hasta el día del gazapo que se convirtió en mi perdición.
Bueno, no me demoro más. Siempre elijo como víctimas a gente solitaria que vive completamente a solas en sus casas. Consigo de una forma u otra entrar allí, bien sea haciéndome pasar por fontanero, electricista, vendedor de biblias o incluso valiéndome de la confianza que proporciona el ser viejos amigos de escuela, instituto o universidad. Pues bien, por una vez me equivoqué. Como siempre, me camelé a la víctima del día a una hora algo intempestiva, con la excusa de que me había quedado tirado con el coche y necesitaba un teléfono. Ese día llovía a raudales, y el ruido de las gotas sobre el techo de su tragaluz no me dejó escuchar los sonidos del interior de la casa. Así que entré a la cocina, siguiéndola, y tras señalarme dónde tenía el teléfono, y preparar amablemente una taza de té caliente, desapareció durante unos momentos en el cuarto de baño. Yo hice tiempo hasta que saliera, tomándome la infusión con paciencia. Soy fiel a la gente que me es fiel, y como no parecía que mi chica fuera a escapar - y sin sospechar ni de lejos lo que iba a pasar -, me fumé un cigarrillo tranquilamente.
Lo último que esperaba era que aquélla mujer saliera con aquél batín azulado transparente, contoneando cadenciosamente sus voluptuosas caderas... y blandiendo un cuchillo de carnicero en la mano.
Me lanzó el enorme arma desde la misma puerta del baño, y apenas tuve tiempo de apartarme, a tiempo para que se hundiera profundamente en la portezuela superior del frigorífico. Lo arranqué de allí con rabia, y me lancé a por ella. Intuyendo mi reacción, volvió a entrar en el cuarto de baño y escuché un cerrojazo desde el interior. Pero puertas más grandes había derribado en mis estados coléricos.
Tres patadas después, la puerta cedió, y mi amable anfitriona y yo estuvimos cara a cara, a tan apenas diez centímetros entre nuestras narices. Ella me empujó contra la pared, y caí sentado sobre la taza del váter. Respirando fuertemente por la cólera, me dispuse a levantarme para devolverle golpe por golpe, pero tan sólo pude volver a caer en la taza, rompiéndola, cuando ella impactó una de sus chanclas en mi cara, rompiéndome la nariz.
En ese estado de semiatontamiento, reparé en lo que al principio me había parecido una ilusión óptica. En la bañera había un cuerpo. Un cuerpo cuya sangre teñía de rojo un líquido amarillento, probablemente ácido por el hedor que desprendía. Resulta que mi sensual víctima, con pinta de ama de casa solterona y algo viciosilla, era del gremio de vividores-matadores.
Me levanté de un salto, abalanzándome sobre ella, esquivando un par de puñetazos que apuntaban a mi estómago, y una rodilla que pretendía acertar en mis partes íntimas. Me había dejado en ridículo, y no podía permitirlo, así que le golpeé yo también en la cara, haciéndole sangrar la nariz. Antes de que pudiera reaccionar, cogí una de sus manos por la muñeca y la hundí en la bañera. Ella gritó de dolor, y con fuerzas renovadas, me hundió la cabeza en el plexo solar. Caí arrodillado tosiendo, y ella aprovechó para limpiarse la mano con el grifo del lavabo.
Tenía algunas feas ampollas, y la sangre le chorreaba por los carrillos, goteándole el batín, formando un precioso cuadro psicodélico de rojo sobre azul. Cuando logré incorporarme, apoyándome en el pomo de la puerta, levanté mi vista seminublada hacia su cara. Estaba pálida, sucia de sangre y rimel, y lo único que se me ocurrió fue seguir el impulso de mi interior, mi impulso escondido. Salió lo peor de mí, el Mister Jeckill que todos tenemos dentro, o al menos yo, y con la mayor dulzura del mundo la besé.
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