sábado, 19 de diciembre de 2009

Al mal tiempo...

Se levantó de la cama sin haber dormido, dejó sobre la mesa el libro que leía y tachó el mes de diciembre en su agenda personal como si fuera el último de una pesadilla profunda y larga.
Frente al espejo, lo primero que vio fue un cabreo imponente en los ojos de aquella mujer que estudiaba su cara de sueño y de pocos amigos. Le desbordaba la fatiga y también un dolor de puñalada en el pecho. Nunca había recibido ninguna, pero había escuchado la frase en un disco de boleros y coincidía con lo que estaba sintiendo. Pensó que los boleros no dicen mentiras, a veces exageran, pero quién no. La mañana en sí ya era una exageración. Una de esas mañanas en las que diciembre se pone pornográfico y derrocha primavera hasta enloquecer a los poetas y a los que sufren de amor dedicados a otros quehaceres.

Por amor -no tenía otra necesidad ni razón- había desarrollado con el tiempo una paciencia indulgente que alimentaba con ironía y buen humor, por supuesto asimétrico y variable, como acostumbra a ser lo humano. De golpe, se vio a sí misma violentamente escorada por una ola de furor impredecible, aturdida por la irracional velocidad de los acontecimientos, desequilibrada por la cruel venganza del santo inquisidor. Pero no vencida. Aún tenía el corazón enganchado a los restos de un naufragio largamente anunciado en el cual, perdió primero el tiempo, después la esperanza, luego se le hundió la alegría y ahora, delante de sus propios ojos, se le ahogaba la autoestima. Ya lo dice la canción: “Para ella no hay consuelo”.

Se preparó el primer café del día con poco azúcar y muchas lágrimas porque a estas alturas del bolero conocía las bondades que ejerce el llanto amargo en la piel del alma, aunque no sea color canela. Sufrir es algo inevitable para el ser vivo. Pero ella y los de su especie saben que el sufrimiento humaniza en la misma medida que el miedo a pensar envilece y el buen amor desequilibra sólo cuando falta.

Se dijo a sí misma: señora, señorita, si naufraga aproveche la ocasión y monte con su vida un culebrón. Pero no le hizo gracia y siguió llorando. ¿Qué había sido del ingenio con el que tanta risa fabricaba en otras épocas? La mujer que veía delante del espejo, con el cabreo y la taza de café demasiado caliente para su gusto, sufría en serio. Cerró los ojos e intentó una mirada nueva, como si fuera a ver a una buena amiga a la que se tiene en cuenta y se disfruta.. Por un momento, logró mantener a distancia la pena intensa, la pena invasora que desestabiliza todos los sistemas, la puta pena que alivia la dureza de las verdades crudas y subvenciona tanta mediocridad.

Abrió los ojos. Para haber servido durante años de poco más que un cajero automático, lo que reflejaba el espejo tras el baño reparador, era, sin la menor duda, una mujer real. Y además, una mujer dispuesta a serlo de pies a cabeza, con pleno albedrío.

Bien mirado -como si de veras fuese su mejor amiga-, los siglos de progreso y civilización que acondicionan los cerebros facilitan de una forma notable la difícil tarea de sus neurotrasmisores. A la velocidad que van las cosas, dentro de poco el desamor se podrá digerir en cápsulas a dosis terapéuticas. También le han hablado de un moderno tratamiento de rayos UVA que elimina hasta los últimos rastros de cicatrices. Era una mañana del mes de diciembre. Se miró las uñas: siempre cortas, sin aristas. Se las imaginó largas y afiladas. Pero arañar con una sonrisa en los labios hasta romperlo todo y contemplar con mirada de hielo el desastre no es a lo que aspira un espíritu creador.

En todo caso, fríos y siempre equilibrados, que ella conozca, sólo los muertos.

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