Ella se iba deslizando cuidadosamente entre las viejas cómodas Siglo VIII, los tinteros de navegante, los espejos modernistas inspeccionando cada pieza en la mirada. El anticuario sorbía un café cargado mientras observaba deleitado a aquella mujer madura que se envolvía en un abrigo camel. “Siempre adivino si buscan un regalo para el marido o para el amante, me comentó sonriendo, para el marido vigilan el precio y para el amante no tienen límite”. El anciano mercader poesía la capacidad de reconocer gestos y actitudes de sus clientes, esa sabiduría que solo da muchas tardes candenciosas sentado en el butacón explorando conductas humanas, buscadoras secretas, solitarias.
Tenía razón, el regalo sea para quién sea, posee una complicada liturgia, un íntimo ritual donde la capacidad de sorprender y de ser sorprendida se entrecruza con el capricho, con el juego de las adivinanzas, con aquello que deseamos que el “recibidor” tenga y así como se moldea el fango, vamos conformando nuestra idea del otro, cómo realmente nos gustaría que fuese. El enigma del regalo no es en sí el mismo regalo, sino el mérito de ser interpretado, el formar parte de un lenguaje mucho más comprometido. Regalar es un acto importante: se piensa, se compra, se entrega un laberinto de intenciones por el que pasean cariños y querencias, ausencias y esperanzas, y mucho sentimiento. Dicen que “el regalo es como el grano de arena que abre la perla” o como la guinda del pastel digo yo, que siempre pienso que lo mejor está aún por llegar.
Y cuando el regalo es de la persona amada es como susurrarle “hazme volar”. Esa idea del ingenio aplicada a las elecciones de las personas que se quieren le da una dimensión increíble: es el deseo y la reinterpretación, es aprender a conciliar una mitología del amor, pequeñas cosas cómplices que irán construyendo las vivencias. Para que el día que se acabe el amor sea un museo intransferible de los dos. Y entonces poder decir que quizá ya no nos queremos ahora, pero siempre defenderemos que hubo un tiempo es que nos quisimos con ese lenguaje. Le hablaba al anticuario, pero no me hacía caso, estaba absorto en la mujer. Ella había elegido una pequeña caja de pastillas del siglo pasado, en la que medio despintada, aparecía una imagen de la Torre Eiffel. Mientras envolvía el regalo, pequeño, me miró maliciosamente y tuve la certeza de que hasta conocía el nombre del que recibiría ese pastillero. “Es mucho mejor, me explicó, brillándole los ojos, porque en el fondo, como decía Saint-Exupéry, las palabras son fuente de malos entendidos”.
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